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Porquería

un blog de Guillermo Fadanelli

Los borrachos, cíclopes

lunes, septiembre 12, 2005
El dilema de ser escritor radica en que uno debe estar borracho casi todos los días. Esta obligación no tiene orígenes gremiales, sino que es de naturaleza metafísica. Se encuentra en el ser mismo del escritor, aun cuando cabe la posibilidad de que éste se comporte como un desobligado y renuncie a beber alcohol. En este caso no hay nada qué hacer sino compadecerlo: jamás admirarlo. ¿O alguien admiraría a un ave incapaz de emprender el vuelo? Si uno es escritor tiene que hacerse de una buena condición física; esto con el fin de no causar lástima a nadie. Si no se tiene un cuerpo que destruir, entonces la caída suele ser impostada: ¿Qué sentido tiene destruirse si se está enfermo? La idea que anima el arte es la destrucción, pero qué hacer si habitamos un cuerpo destruido: terrible paradoja. Un escritor que balbucea después de beberse una botella es una vergüenza para todos los que presencian su caída. Puede armar camorra o insultar a su propia madre, pero no arrastrar la lengua como caracol en el paladar. Es una cuestión de elegancia. Un borracho sin elegancia es una de las peores calamidades con las que se encuentra uno a lo largo de la vida.

El escritor polaco Jerzy Pilch define bien el pudor del alcohólico frente al acto de la bebida cuando escribe: ?Al borracho le da vergüenza beber, pero le da más vergüenza no beber?. Si hubiera sabido que ser escritor implicaba reunirme con otros escritores para beber durante doce horas seguidas me habría dedicado a un oficio más saludable. ¿Acaso de esto se trata la literatura? ¿Beber hasta que el estómago se convierta en una bola de fuego y el corazón en un alambique?

En París era una fiesta, Hemingway acentúa el compromiso que tienen los escritores de beber todos los días. Estar de fiesta es tan importante como escribir un par de cuartillas diariamente. Si un escritor deja de escribir por dedicar más tiempo a su alcoholismo, entonces no ha comprendido en qué consiste el juego: es un novato. Hemingway cuenta en este libro que Zelda, la mujer de F. Scott Fitzgerald, inducía a su marido a la bebida porque de esta manera él dejaba de escribir. Ella le tenía envidia y le acercaba la botella. Me parece grandioso: ojalá todos los escritores tuviéramos una mujer así a nuestro lado: una mujer hermosa, rica, envidiosa que nos ofrece una botella de whisky cada mañana.

Jerzy Pilch ha escrito una de las novelas más perspicaces sobre el alcohol de las que se tenga memoria: Casa del ángel fuerte. Sin ánimos de glosarla diré que al concluir su lectura me he sentido fortalecido en todos los aspectos. El personaje de esta obra asegura que las filosofías o preceptos morales que rodean al acto de beber carecen de importancia. Para un bebedor lo que es valioso no es la filosofía del beber sino la técnica del beber. Saber cómo mantenerse en pie con dignidad es imprescindible, mientras que explicar por qué o para qué bebemos es sólo literatura. Tener un conocimiento preciso acerca de las bebidas o las mezclas que nos son inhóspitas es un acto de mínima sobrevivencia. No se trata de suicidarse, sino de destruirse poco a poco hasta encontrar resguardo. ?En mi modesta, borrachina opinión ?escribe un personaje de Pilch?, mientras no haya un ordenador que pueda beber más que un hombre, la humanidad no debería considerarse amenazada en sus principios?. La tecnología no trascenderá al hombre mientras el hombre pueda disfrutar de una botella de vino. Después de todo, el borracho es antes que nada un humanista. Quiero decir que su borrachera puede ser una manera de conocerse a sí mismo, de ampliar el horizonte de su saber.

El título de la novela de Pilch es una referencia a un párrafo del apocalipsis: ?Y vi a otro, el ángel fuerte, bajando de los cielos, ataviado con una nube...?. Pareciera que los escritores ven en el borracho a un santo, a una vestal que preside la noche más obscura del alma. Los santos bebedores son cíclopes desde cuyo ojo se mira a un dios despiadado que hace de nuestros placeres la experiencia más dolorosa. Un santo que además es lúcido en cuanto se ha desembarazado de los prejuicios que asuelan a los hombres sobrios. Después de todo, la verdad es una aventura, no la consecuencia de un saber ordenado.

De Joseph Roth, el santo bebedor de coñac, escribió Stefan Zweig que no era un bebedor alegre sino uno amargo, alguien que deseaba destruirse a sí mismo y que no podía echar fuera al ruso que llevaba dentro. El beber de Roth era, según Zweig, ?un beber maligno, tenebroso y hostil?. Sería absurdo pensar que el alcohol hace mejores a los hombres. Absurdo porque el hombre será siempre un ser envilecido por sus ambiciones, por sus temores. Lo que sí puede hacer el vino, dicho de la manera más romántica posible ?si no cuál sería el sentido de escribir acerca de este tema? es ofrecer a los hombres, aun sea por unos momentos, la reveladora visión de un condenado a muerte. Nada más cercano a la santidad.
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