Vida de perros
Para un escritor que ha vivido toda su vida entre palabras, los actos se vuelven cada vez más importantes a la hora de valorar las promesas o los argumentos de las personas (obras son amores). Después de haber leído tantas tramas y de ser testigo de infinidad de confabulaciones literarias, la experiencia me indica que en la vida diaria una buena retórica debe ser acompañada todas las veces por actos humanos que den sentido a las palabras. Entre desconocidos no son las bellas oraciones las que dan constancia de la amistad o el respeto, sino más bien los actos. Y cuando la desconfianza se vuelve endémica y los otros se convierten en el enemigo, sólo los actos son capaces de provocar un respiro o una cierta calma entre los extraños que deben verse la cara aun cuando no lo deseen.
A diferencia de lo que se cree comúnmente, las palabras sólo tienen peso en la literatura. En lo cotidiano se vuelven endebles, se traicionan, tropiezan entre ellas, se acobardan y nos hacen llevar una vida de perros (de perros, no de mascotas). Para evitar tan oscuro horizonte lo que más conviene es sumar peso a tanta palabrería sin cuerpo e intentar que la ética sea también una suma de actos que convivan al lado de algunos sencillos principios de comportamiento. Y estoy en mi derecho de afirmar que me importa poco lo que otros opinen o argumenten porque a estas alturas del partido es posible escuchar cualquier tontería expresada con estudiada solemnidad o con estadísticas que de tan serias se vuelven cómicas. Lo que me importa de los otros es lo que hacen.
En La soberanía del bien, Iris Murdoch se ocupa un rato de este asunto (el de contemplar los actos como valores) y propone un problema que bien mirado está entre nosotros desde el principio de los tiempos. ¿Existe relación entre lo que sucede en el interior de nuestra mente y lo que decimos o hacemos en el mundo externo? ¿En realidad sabemos algo de lo que decimos? Imaginen un enorme número de respuestas posibles y por más profundo que sea el diagnóstico siempre quedaremos un poco a oscuras. Así las cosas, lo que a mí como ciudadano o habitante de una aldea me importa no es lo que los otros piensen o digan, sino lo que hacen: si desean prenderse fuego o si piensan que la mitad de la humanidad es innecesaria no me concierne. Mientras sus actos me indiquen que puedo tenerles confianza y que no me harán daño estaré hasta cierto punto tranquilo.
Vivir unos años más de lo correcto me ha llevado a comprobar una obviedad: que la erosión de los amores y de las amistades es acaso la prueba más dolorosa de que el tiempo existe. Y es entonces cuando no quiero recordar ni visitar el cementerio en que se ha convertido mi memoria: a cado paso un muerto o una decepción. Cuando las amistades terminan tomo de inmediato la responsabilidad de la desgracia, aunque no se me olvida que el tiempo es cómplice en todas estas vicisitudes. Y cuando la caída comienza a ser evidente es que los actos han tomado un camino y otro las palabras. Por eso no conservo casi nada de mi pasado, unas cuantas cartas de mujeres que decían amarme más allá de la miseria a la que nos condenan los años y que ahora ni siquiera me recuerdan. Ni decir que el momento más honrado de nuestra relación fue cuando todo en estas personas —acto y pensamiento vuelto palabras— caminó en una sola dirección.
Si esto sucede en las pasiones amorosas, ¿qué puede esperarse entonces de los extraños? En caso de optimismo uno espera de ellos actos honrados capaces de convencernos de que no estamos en compañía de depredadores. A un político de esos que ensucian el ambiente con su presencia no se le pregunta qué piensa o qué promete sino cómo vive y cuál es la calidad civil de sus actos. Se le pregunta si vive de manera tan modesta como la gente a la que exige su voto (el ascetismo en tiempos de glotonería es un camino que nadie desea tomar). Me detengo, en realidad la única aportación que pueden hacer los políticos mexicanos a la causa de la moralidad pública —ahora que además se han agrupado en un despotismo de partidos— es su desaparición: marcharse y dedicarse a la horticultura o a quitar escamas a los pescados. Tengo la impresión de que vamos dentro de un tren sin ventanas. Y es hora de bajarse.
A diferencia de lo que se cree comúnmente, las palabras sólo tienen peso en la literatura. En lo cotidiano se vuelven endebles, se traicionan, tropiezan entre ellas, se acobardan y nos hacen llevar una vida de perros (de perros, no de mascotas). Para evitar tan oscuro horizonte lo que más conviene es sumar peso a tanta palabrería sin cuerpo e intentar que la ética sea también una suma de actos que convivan al lado de algunos sencillos principios de comportamiento. Y estoy en mi derecho de afirmar que me importa poco lo que otros opinen o argumenten porque a estas alturas del partido es posible escuchar cualquier tontería expresada con estudiada solemnidad o con estadísticas que de tan serias se vuelven cómicas. Lo que me importa de los otros es lo que hacen.
En La soberanía del bien, Iris Murdoch se ocupa un rato de este asunto (el de contemplar los actos como valores) y propone un problema que bien mirado está entre nosotros desde el principio de los tiempos. ¿Existe relación entre lo que sucede en el interior de nuestra mente y lo que decimos o hacemos en el mundo externo? ¿En realidad sabemos algo de lo que decimos? Imaginen un enorme número de respuestas posibles y por más profundo que sea el diagnóstico siempre quedaremos un poco a oscuras. Así las cosas, lo que a mí como ciudadano o habitante de una aldea me importa no es lo que los otros piensen o digan, sino lo que hacen: si desean prenderse fuego o si piensan que la mitad de la humanidad es innecesaria no me concierne. Mientras sus actos me indiquen que puedo tenerles confianza y que no me harán daño estaré hasta cierto punto tranquilo.
Vivir unos años más de lo correcto me ha llevado a comprobar una obviedad: que la erosión de los amores y de las amistades es acaso la prueba más dolorosa de que el tiempo existe. Y es entonces cuando no quiero recordar ni visitar el cementerio en que se ha convertido mi memoria: a cado paso un muerto o una decepción. Cuando las amistades terminan tomo de inmediato la responsabilidad de la desgracia, aunque no se me olvida que el tiempo es cómplice en todas estas vicisitudes. Y cuando la caída comienza a ser evidente es que los actos han tomado un camino y otro las palabras. Por eso no conservo casi nada de mi pasado, unas cuantas cartas de mujeres que decían amarme más allá de la miseria a la que nos condenan los años y que ahora ni siquiera me recuerdan. Ni decir que el momento más honrado de nuestra relación fue cuando todo en estas personas —acto y pensamiento vuelto palabras— caminó en una sola dirección.
Si esto sucede en las pasiones amorosas, ¿qué puede esperarse entonces de los extraños? En caso de optimismo uno espera de ellos actos honrados capaces de convencernos de que no estamos en compañía de depredadores. A un político de esos que ensucian el ambiente con su presencia no se le pregunta qué piensa o qué promete sino cómo vive y cuál es la calidad civil de sus actos. Se le pregunta si vive de manera tan modesta como la gente a la que exige su voto (el ascetismo en tiempos de glotonería es un camino que nadie desea tomar). Me detengo, en realidad la única aportación que pueden hacer los políticos mexicanos a la causa de la moralidad pública —ahora que además se han agrupado en un despotismo de partidos— es su desaparición: marcharse y dedicarse a la horticultura o a quitar escamas a los pescados. Tengo la impresión de que vamos dentro de un tren sin ventanas. Y es hora de bajarse.