El miedo al vacío
Uno de los bienes que trae consigo escribir en un periódico, es justamente la experiencia del comienzo: volver a empezar todas las mañanas, envejecer durante las noches, dejar paso a las noticias actuales, a las nuevas opiniones. ¿Pero es esto verdad? Nada parece tan viejo como el culto a la novedad. Tenemos necesidad de creer que el cambio es bueno por sí mismo y depositamos en todas esas letras y noticias una particular esperanza: la de estar informados y creer que sabemos hacia donde camina la humanidad, el mundo. Hace un siglo, el poeta francés Charles Baudelaire se confesaba incapaz de comprender como un hombre honorable podía tomar un periódico sin estremecerse de disgusto. Un sentimiento semejante nos aborda en la actualidad, nadie que se considere un ser sensible puede quedar impávido después de repasar las atrocidades de las que dan cuenta los diarios mexicanos: el cinismo político, la corrupción moral, el asesinato impune, la ausencia de solidaridad civil y el absurdo desequilibrio económico entre personas que, supuestamente, tienen los mismos derechos sociales. Cómo no volverse un pesimista cuando todas estas calamidades continúan siendo la primera noticia en los medios de comunicación. La experiencia del comienzo, la necesidad de lo nuevo se trastorna de pronto en el peso de lo mismo, en la agobiante conciencia de que nada cambiará y de que la sociedad no avanza en ninguna dirección. Ante una situación tan drástica el paso de los días parece un espejismo. Y, sin embargo, la lectura de periódicos se antoja necesaria en una comunidad donde escasean los lectores de filosofía y de buena literatura. Si se tiene suerte podremos encontrar en ese mar de hojas de papel y tinta oscura una o dos colaboraciones que no sean efímeras y meramente superficiales. Rellenar páginas de tonterías es un ejercicio que la premura de la publicación cotidiana parece exigir, se corre de manera desbocada y ansiosa hacia la nada, la glotonería se impone, la obesidad crítica cierra caminos y los maleantes sacan el provecho más amplio de toda esta confusión.
Uno de los más sabios y visionarios fundadores del liberalismo, John Stuart Mill, escribía que entre las metas fundamentales de un gobierno sensato se encontraba la de promover la virtud y la inteligencia de las personas. Esta consigna encierra una verdad evidente: sin personas capaces de comprender en qué consiste el pacto social es imposible habitar la democracia. Y en esta tarea los periódicos llevan también responsabilidad: promover la inteligencia como una de las formas más eficaces de oponerse al cinismo político y a la opinión analfabeta. La oposición entre el hombre informado y el hombre reflexivo es que el primero sabe cosas sin saberlas: incapaz de asimilar la cantidad colosal de noticias que lo acosan termina agobiado y confuso: el miedo al vacío no se remedia sólo informándose sino aprendiendo a elegir entre la basura. Es por esto que en la actualidad, dos senderos se hacen más visibles que nunca: o se lee periódicos para ratificar la inmovilidad de la moral y el nada cambia o se hace para dar la pelea en el campo de la pasión pública; en otras palabras: se alimenta el humor pesimista o se intenta practicar el humanismo en un escenario incómodo, tecnológico y mediático. Muchos escritores y críticos de la cultura, desde Kierkeegaard y Camus hasta Baudrillard y Guy Debord, han tomado la primera opción: han concluido que la sociedad se contempla a sí misma en los periódicos y eso la conduce a la parálisis.
Y un último comentario, la crisis económica que se vive actualmente y a la que tantas hojas se le dedican tiene un fundamento moral y es precisamente esto la esencia de su poder devastador. La especulación financiera, la obscena acumulación de dinero en pocas manos (uno de los peores eufemismos de los últimos tiempos hace que llamemos a los maleantes financieros “hombres de negocios”), el caudillismo de los expertos que promueven un saber separado del todo y el progreso de la tecnología paralelo al retroceso de la inteligencia civil o moral, son causa de una crisis mucho más profunda que la económica. Y en ello casi nadie repara.
Uno de los más sabios y visionarios fundadores del liberalismo, John Stuart Mill, escribía que entre las metas fundamentales de un gobierno sensato se encontraba la de promover la virtud y la inteligencia de las personas. Esta consigna encierra una verdad evidente: sin personas capaces de comprender en qué consiste el pacto social es imposible habitar la democracia. Y en esta tarea los periódicos llevan también responsabilidad: promover la inteligencia como una de las formas más eficaces de oponerse al cinismo político y a la opinión analfabeta. La oposición entre el hombre informado y el hombre reflexivo es que el primero sabe cosas sin saberlas: incapaz de asimilar la cantidad colosal de noticias que lo acosan termina agobiado y confuso: el miedo al vacío no se remedia sólo informándose sino aprendiendo a elegir entre la basura. Es por esto que en la actualidad, dos senderos se hacen más visibles que nunca: o se lee periódicos para ratificar la inmovilidad de la moral y el nada cambia o se hace para dar la pelea en el campo de la pasión pública; en otras palabras: se alimenta el humor pesimista o se intenta practicar el humanismo en un escenario incómodo, tecnológico y mediático. Muchos escritores y críticos de la cultura, desde Kierkeegaard y Camus hasta Baudrillard y Guy Debord, han tomado la primera opción: han concluido que la sociedad se contempla a sí misma en los periódicos y eso la conduce a la parálisis.
Y un último comentario, la crisis económica que se vive actualmente y a la que tantas hojas se le dedican tiene un fundamento moral y es precisamente esto la esencia de su poder devastador. La especulación financiera, la obscena acumulación de dinero en pocas manos (uno de los peores eufemismos de los últimos tiempos hace que llamemos a los maleantes financieros “hombres de negocios”), el caudillismo de los expertos que promueven un saber separado del todo y el progreso de la tecnología paralelo al retroceso de la inteligencia civil o moral, son causa de una crisis mucho más profunda que la económica. Y en ello casi nadie repara.