Un premio muy merecido
Olvidemos por esta vez los rodeos y ensayemos un juicio sumario: en realidad los premios son bastante humillantes, una ruidosa manera de patear el alma de las personas sensibles y una forma de transgredir su intimidad. No encuentro una relación amable entre escribir un libro y ser exhibido por esta causa. Una noche de enero las miradas curiosas se posan en el escritor recién premiado, lo arrancan de su silla y lo convencen de que su labor debe ser reconocida más allá de la lectura: su rostro se vuelve moneda de cambio y el mundo está en paz por un momento. Después de crear estas profundas grietas en el ser íntimo del autor viene otra calamidad: los falsos lectores (esos que leen un par de páginas para estar al tanto) comienzan a hacer su trabajo, loan lo desconocido y aumentan la confusión. Entonces, como si fuera un Cristo, el premiado camina seguido de una estela de nuevos lectores, lisiados, miopes, iluminados, que lo han bajado de la cruz y lo arrastran hacia el templo. Si cada vez hay más premios literarios es porque los buenos lectores escasean.
El que obtiene un premio se lo merece: o porque lo desea o por no tener el talento suficiente para mantenerse apartado. Quien ponga a discusión lo que un jurado decide es que no ha comprendido el juego y se muestra tan inocente como un cordero. En enero de 1943, Robert Walser le confesaba a su amigo Carl Seelig: “¿Sabe por qué nunca llegué a la cumbre como escritor? Se lo diré: porque tenía muy poco instinto social”. Ya en ese entonces elevarse a las “cumbres” de la literatura suponía poseer habilidades sociales, ser cortesano e impúdico, sí, pero en este breve juicio sumario esas cuestiones no nos interesan. La mecánica por medio de la que los hombres hacen alianzas para obtener más poder mueven al bostezo, son fastidiosas, bestiales y carecen de misterio. En política, escribió en un ensayo Norberto Bobbio, la templanza se encuentra ausente y aún más la sencillez que es condición del ser virtuoso y moderado.
Me gustaría saber por qué un escritor propone su obra para una competición olímpica, como si se tratara de conducir un caballo en un hipódromo. Lo hace por dinero, se me dirá, pero aunque esto es cierto, es en realidad secundario (habrá unas pocas y geniales excepciones), el dinero es sólo una motivación más. Lo que se busca con el reconocimiento es poner unos cuantos obstáculos a la muerte para llamar su atención: provocarla y enviarle arrogantes señales de eternidad. Casi todos los escritores desean los premios porque su escritura no es suficiente para dotarlos de fortaleza. Y para quien desprecia con tanto ardor la literatura recibir un premio es un alivio y una oportunidad de olvidarse del asunto.
No es verdad que existan premios más prestigiosos que otros, la diferencia la hacen las equivocaciones. Los jueces casi nunca se equivocan, lo hacen sólo cuando eligen a un autor que no desea ser reconocido. Han excedido sus atribuciones y han vuelto su juego un pasatiempo un tanto macabro: terminar con la escasa vida que aún sobrevive en los medios literarios actuales. No lo he olvidado, también tenemos la cuestión del ritual, la ceremonia, la necesidad de inventar un aura sagrada para nuestro oficio y mostrarle a otros obreros (zapateros, cineastas, analistas y contadores) que lo que hacemos es importante y bien vale una fiesta, una celebración ruidosa que acapare la atención de los vecinos y justifique nuestra presencia en el mundo. De nuevo Bobbio. “El moderado no tiene una gran opinión de sí mismo, no porque se menosprecie, sino porque es propenso a creer más en la miseria que en la grandeza humana, y él es sólo un hombre como los demás.” La moderación y la templanza no son practicadas en nuestros tiempos, y si los artistas o escritores no lo hacen, mucho menos los políticos que suelen sumar con pericia la vanidad y la estupidez.
Así las cosas, quien sea que obtenga un reconocimiento se lo merece, si se trata de un funcionario que ha probado suerte en las letras será aún más conveniente la condecoración porque el susodicho cumplirá estrictamente con las estrategias rituales y diplomáticas. Se encuentra bien entrenado para explorar las cumbres de la literatura, esas a las que ni siquiera mi admirado Robert Walser pudo acceder.
El que obtiene un premio se lo merece: o porque lo desea o por no tener el talento suficiente para mantenerse apartado. Quien ponga a discusión lo que un jurado decide es que no ha comprendido el juego y se muestra tan inocente como un cordero. En enero de 1943, Robert Walser le confesaba a su amigo Carl Seelig: “¿Sabe por qué nunca llegué a la cumbre como escritor? Se lo diré: porque tenía muy poco instinto social”. Ya en ese entonces elevarse a las “cumbres” de la literatura suponía poseer habilidades sociales, ser cortesano e impúdico, sí, pero en este breve juicio sumario esas cuestiones no nos interesan. La mecánica por medio de la que los hombres hacen alianzas para obtener más poder mueven al bostezo, son fastidiosas, bestiales y carecen de misterio. En política, escribió en un ensayo Norberto Bobbio, la templanza se encuentra ausente y aún más la sencillez que es condición del ser virtuoso y moderado.
Me gustaría saber por qué un escritor propone su obra para una competición olímpica, como si se tratara de conducir un caballo en un hipódromo. Lo hace por dinero, se me dirá, pero aunque esto es cierto, es en realidad secundario (habrá unas pocas y geniales excepciones), el dinero es sólo una motivación más. Lo que se busca con el reconocimiento es poner unos cuantos obstáculos a la muerte para llamar su atención: provocarla y enviarle arrogantes señales de eternidad. Casi todos los escritores desean los premios porque su escritura no es suficiente para dotarlos de fortaleza. Y para quien desprecia con tanto ardor la literatura recibir un premio es un alivio y una oportunidad de olvidarse del asunto.
No es verdad que existan premios más prestigiosos que otros, la diferencia la hacen las equivocaciones. Los jueces casi nunca se equivocan, lo hacen sólo cuando eligen a un autor que no desea ser reconocido. Han excedido sus atribuciones y han vuelto su juego un pasatiempo un tanto macabro: terminar con la escasa vida que aún sobrevive en los medios literarios actuales. No lo he olvidado, también tenemos la cuestión del ritual, la ceremonia, la necesidad de inventar un aura sagrada para nuestro oficio y mostrarle a otros obreros (zapateros, cineastas, analistas y contadores) que lo que hacemos es importante y bien vale una fiesta, una celebración ruidosa que acapare la atención de los vecinos y justifique nuestra presencia en el mundo. De nuevo Bobbio. “El moderado no tiene una gran opinión de sí mismo, no porque se menosprecie, sino porque es propenso a creer más en la miseria que en la grandeza humana, y él es sólo un hombre como los demás.” La moderación y la templanza no son practicadas en nuestros tiempos, y si los artistas o escritores no lo hacen, mucho menos los políticos que suelen sumar con pericia la vanidad y la estupidez.
Así las cosas, quien sea que obtenga un reconocimiento se lo merece, si se trata de un funcionario que ha probado suerte en las letras será aún más conveniente la condecoración porque el susodicho cumplirá estrictamente con las estrategias rituales y diplomáticas. Se encuentra bien entrenado para explorar las cumbres de la literatura, esas a las que ni siquiera mi admirado Robert Walser pudo acceder.
Cuanto has colgado en estos días es -digno de ti- magnífico. No comento porque esto de los comentarios suele convertirse en un pulso a ver quién es el más listo.
Pero éste, por razones que me atañen y que conoces, me ha provocado una sonrisa sostenida. Celebro la identificación constante y te dejo mi más afectuoso abrazo.
MDM
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