Hace 15 años escuché por primera vez el término posmodernidad. Al principio no fue más que eso, una palabra de orden técnico. La mayoría de mis amigos; estudiantes, escritores, vagos, tenían para este término las definiciones más disparatadas, ya sea porque no estaban bien informados o porque acostumbraban hacer uso de sus dotes literarias para resolver cualquier clase de crucigrama filosófico, lo que visto sin complejos tiene también sus virtudes (en favor de mis amigos diré que esta confusión se extendía también hacia los críticos de arte, los filósofos profesionales e incluso los zapateros). Movido por el entusiasmo que da a los jóvenes la llegada de una nueva corriente o de un debate novedoso, decidí inmiscuirme en el significado de una palabra que amenazaba convertirse en moda filosófica. Eran abundantes los pensadores que habían dedicado su tiempo y varios libros a darle forma al nuevo concepto (que no a la palabra, ya utilizada con antelación en el ámbito de la arquitectura y también de la literatura). Me gustaría partir de la siguiente idea: la posmodernidad no es un objeto enterrado, un tesoro, que los exploradores deben descubrir, sino que son estos exploradores quienes a través de su intuición y sus reflexiones van otorgando realidad a este objeto. Dios no existe porque se nos presente sentado en la mesa de nuestro comedor (Empujaría la puerta y entraría/ Diciéndome: ¡Aquí estoy!, como reza el poema de Alberto Caeiro), sino porque millones de personas creen que existe un algo llamado Dios.
No leí a Lyotard, Baudrillard y a otros filósofos con el fin de que me convencieran sus argumentos, ni mucho menos para saber en qué consistía verdaderamente lo posmoderno, sino que acudí a sus libros debido a una razón diferente: intentaba reunir pruebas de que algo como la posmodernidad poseía algún tipo de realidad. En esta búsqueda de pruebas lo primero que encontré fue un extraño basurero llamado eclecticismo: si se mezclaban objetos de orígenes y tradiciones diversas el resultado era inevitablemente posmoderno (el collage como ejemplo de una obra heterogénea y fragmentaria que puso en entredicho la linealidad del discurso en la representación). El segundo hallazgo fue también revelador: si sostienes que cualquier juicio o argumento por más inteligente o complejo que sea se reduce a una simple opinión sin valor universal no tardarán en llamarte posmoderno (un juicio sólo tendría validez si es respaldado a través de un consenso). En tercer lugar me topé con una desconfianza endémica hacia la voz de los padres (los metarrelatos): si ponías en duda, por ejemplo, el valor en sí de los ideales humanitarios ?libertad, igualdad, fraternidad? no tardarían en tildarte de posmoderno, además de anarquista y otras lindezas. Por último, me encontré en medio de un extenso cementerio poblado de epitafios: fin de las ideologías, fin de la historia, etcétera. La descripción de estas características debe parecer absurda a quienes gusten de inútiles complicaciones, pero a decir verdad representan el testimonio de un observador sin más ambiciones que concluir una búsqueda comenzada hace más de tres lustros.
El motivo de este escrito es el siguiente: alegar por una definición de posmodernidad no estrictamente negativa: el apocalipsis no como final sino como principio u origen. Del mismo modo que se ha considerado al estructuralismo como una actividad más que como una doctrina, me gustaría definir la posmodernidad también como una actividad (manierista, diría yo) o como un particular modo de construir o darle forma a nuestras ideas acerca del mundo, una actividad persuasiva e incómoda para los amantes del canon moderno. Nunca me ha parecido muy inteligente partir de la opinión el medio es el mensaje para analizar ese mismo mensaje. Si bien el instrumento de medición o divulgación altera el sentido de lo medido o lo divulgado no lo anula en su totalidad, de modo que no nos pongamos pedantes afirmando que vivimos en una nueva era regida por los medios de comunicación y las computadoras. A mí me gusta dedicarle muchas horas semanales a la televisión y no encuentro grandes diferencias entre escuchar agudezas ?o tonterías? en la pantalla y leerlas escritas en un libro. Me sucede lo mismo cuando visito algunas páginas de la red; el hecho de que estas páginas se encuentren flotando en un espacio carente de realidad física y fuera de las rigideces de un orden jurídico no las exime de ser o no interesantes. ¿Qué más me da si leo un ensayo acerca de cibernética en una página de la red o en una revistilla de poca circulación? Estos ejemplos me sirven para hacer una nueva afirmación: es posible encontrar o construir sentido en una época de aparente confusión. Sólo es cosa de acostumbrarnos al espíritu de esta época, heterogéneo, fragmentario y renuente a definiciones unívocas.
Hace unas líneas me pronunciaba por una actividad posmoderna capaz de otorgar sentido a mundos sumidos en un caos aparente. El eclecticismo no tiene por qué considerarse un deterioro ni en el campo del arte ni en el de las ideas. Tampoco lo es la ausencia de un solo criterio o parámetro de verdad en el análisis de un problema. Y mucho menos la búsqueda de nuevas formas de racionalidad en el conocimiento: sabemos demasiado y la razón no nos basta para organizar la diversidad de este conocimiento. En una época ?la moderna? tan desconfiada en la transparencia del lenguaje y tan reverente a la lógica y al análisis lingüístico, me resulta saludable escuchar a Eugenio Trías afirmando que la filosofía o es metafísica o no es filosofía. ¿Qué quiere decir con ello? Que estamos hartos de la razón como única forma de comprender el mundo que nos rodea. Habría que comenzar a secularizar la razón y a despojarla de ese halo de infalibilidad que la modernidad le ha concedido. No en otro sentido se manifiesta Mauricio Beuchot cuando propone a la analogía y a la metáfora como medios de conocimiento y denomina barroca a la era posmoderna. Reconocer la existencia de culturas tradicionales o marginales con todo lo que este reconocimiento supone ?concepciones diversas acerca de la moral, lo sagrado o el tiempo mismo? no cancela la posibilidad de acuerdos de supervivencia ni mucho menos el deterioro de concepciones universales (o globales) acerca del mundo. Al contrario, el temperamento posmoderno o barroco nos volverá más sensibles y comprensivos en los acuerdos de las diferencias. La búsqueda de límites a los alcances de la razón nos permitirá abrirnos a nuevos modos de conocimiento. Voy a detenerme un momento en esta idea de posmodernidad como barroco. Si bien el barroco es un estilo o una época en la historia del arte, es sobre todo un espíritu y un temperamento. No es un camino sino un cruce de caminos, un caleidoscopio en el que los fragmentos de un ser dinámico se suceden ofreciéndonos rostros siempre distintos. El barroco es mestizo, híbrido, versátil, mientras que la modernidad se nos muestra eurocentrista, lineal y puritana. Varios filósofos mexicanos, entre los que se cuentan Bolívar Echeverría, Samuel Arriarán y Mauricio Beuchot, han tratado con profusión y rigor estas relaciones. Yo solamente estoy tratando de llevar agua a mi molino para fortalecer la hipótesis de una posmodernidad que sea principio y no epitafio. Si el barroco representó una respuesta a la crisis del Renacimiento, el posmodernismo tiene la posibilidad de ser comprendido como una salida a la crisis de la modernidad: El ornamentalismo, la exuberancia de los subproductos, no es un recurso escéptico y hedonista a lo fácil y accesorio, sino una táctica de la persecución y huida de lo esencial a la vez deseado y temido (La modernidad de lo barroco, Bolívar Echeverría, 1998).
A menudo se desprecia lo posmoderno, ya sea porque se considera un tema del siglo pasado (¡Estamos en el 2000, carajo!) o porque se asocian a él expresiones nihilistas o apolíticas. Habermas se queja de que la posmodernidad deja inconcluso el proyecto de la modernidad y abandona la tarea del humanismo y la democracia. Yo creo lo contrario, Michel Foucault y Jean-François Lyotard, a quienes normalmente se dirigen las acusaciones ya mencionadas, intentaron, cada uno por vía distinta, poner en entredicho los excesos de una visión unificadora del mundo. Lo diré en pocas palabras: se trata de negar que existan valores universales a priori con el fin de llegar a acuerdos más específicos y complejos entre dos entidades diferentes. Voy a poner un ejemplo sencillo, casi tonto: supongamos que en un edificio de departamentos habitan cuatro inquilinos y todos poseen ideas diferentes de lo que es el orden, la buena convivencia, etcétera. Si partimos de que existen códigos prestablecidos de orden y convivencia (digamos valores universales) entonces sólo deberemos castigar o señalar a quienes se aparten de estos órdenes (modernidad). En sentido contrario, si partimos de que no los hay entonces los inquilinos tendrán que acuñar nuevos órdenes para su propia y particular conveniencia: acaso lleguen a la conclusión de que es correcto orinarse en las escalinatas del edificio. La posmodernidad entonces no sería más que un reacomodo o un relajamiento de los valores de la Ilustración. Ahora que escucho nombrar con tanta frecuencia palabras como paradoja, fractales, caos, etcétera, percibo una necesidad de deslindarse de un tronco rector, de habitar universos más amables y menos sofocantes, de encarnar a un sujeto sin rostro que no se arrogue misiones heroicas en nombre de los demás. El pesimismo no es sino un optimismo desconfiado y la posmodernidad un campo de cultivo para estos pesimistas. No en vano muchos se han mudado con todo y maletas a los hoteles del ciberespacio y de la ciencia ficción intentando extraer de allí conceptos y filosofías satélites. Nos alejamos cada vez más del centro en pos de un desarraigo inteligente: la posmodernidad permite una expansión ajena al recorrido unidireccional de la modernidad, cuestiona el progreso y a sus inseparables vanguardias, y al permitir la convivencia entre alta y baja cultura, cultiva la sensibilidad hacia la diferencia.
Espero que esta serie de ideas desordenadas insinúen siquiera la posibilidad ética que nos plantea una posmodernidad exenta de dislates apocalípticos.
No leí a Lyotard, Baudrillard y a otros filósofos con el fin de que me convencieran sus argumentos, ni mucho menos para saber en qué consistía verdaderamente lo posmoderno, sino que acudí a sus libros debido a una razón diferente: intentaba reunir pruebas de que algo como la posmodernidad poseía algún tipo de realidad. En esta búsqueda de pruebas lo primero que encontré fue un extraño basurero llamado eclecticismo: si se mezclaban objetos de orígenes y tradiciones diversas el resultado era inevitablemente posmoderno (el collage como ejemplo de una obra heterogénea y fragmentaria que puso en entredicho la linealidad del discurso en la representación). El segundo hallazgo fue también revelador: si sostienes que cualquier juicio o argumento por más inteligente o complejo que sea se reduce a una simple opinión sin valor universal no tardarán en llamarte posmoderno (un juicio sólo tendría validez si es respaldado a través de un consenso). En tercer lugar me topé con una desconfianza endémica hacia la voz de los padres (los metarrelatos): si ponías en duda, por ejemplo, el valor en sí de los ideales humanitarios ?libertad, igualdad, fraternidad? no tardarían en tildarte de posmoderno, además de anarquista y otras lindezas. Por último, me encontré en medio de un extenso cementerio poblado de epitafios: fin de las ideologías, fin de la historia, etcétera. La descripción de estas características debe parecer absurda a quienes gusten de inútiles complicaciones, pero a decir verdad representan el testimonio de un observador sin más ambiciones que concluir una búsqueda comenzada hace más de tres lustros.
El motivo de este escrito es el siguiente: alegar por una definición de posmodernidad no estrictamente negativa: el apocalipsis no como final sino como principio u origen. Del mismo modo que se ha considerado al estructuralismo como una actividad más que como una doctrina, me gustaría definir la posmodernidad también como una actividad (manierista, diría yo) o como un particular modo de construir o darle forma a nuestras ideas acerca del mundo, una actividad persuasiva e incómoda para los amantes del canon moderno. Nunca me ha parecido muy inteligente partir de la opinión el medio es el mensaje para analizar ese mismo mensaje. Si bien el instrumento de medición o divulgación altera el sentido de lo medido o lo divulgado no lo anula en su totalidad, de modo que no nos pongamos pedantes afirmando que vivimos en una nueva era regida por los medios de comunicación y las computadoras. A mí me gusta dedicarle muchas horas semanales a la televisión y no encuentro grandes diferencias entre escuchar agudezas ?o tonterías? en la pantalla y leerlas escritas en un libro. Me sucede lo mismo cuando visito algunas páginas de la red; el hecho de que estas páginas se encuentren flotando en un espacio carente de realidad física y fuera de las rigideces de un orden jurídico no las exime de ser o no interesantes. ¿Qué más me da si leo un ensayo acerca de cibernética en una página de la red o en una revistilla de poca circulación? Estos ejemplos me sirven para hacer una nueva afirmación: es posible encontrar o construir sentido en una época de aparente confusión. Sólo es cosa de acostumbrarnos al espíritu de esta época, heterogéneo, fragmentario y renuente a definiciones unívocas.
Hace unas líneas me pronunciaba por una actividad posmoderna capaz de otorgar sentido a mundos sumidos en un caos aparente. El eclecticismo no tiene por qué considerarse un deterioro ni en el campo del arte ni en el de las ideas. Tampoco lo es la ausencia de un solo criterio o parámetro de verdad en el análisis de un problema. Y mucho menos la búsqueda de nuevas formas de racionalidad en el conocimiento: sabemos demasiado y la razón no nos basta para organizar la diversidad de este conocimiento. En una época ?la moderna? tan desconfiada en la transparencia del lenguaje y tan reverente a la lógica y al análisis lingüístico, me resulta saludable escuchar a Eugenio Trías afirmando que la filosofía o es metafísica o no es filosofía. ¿Qué quiere decir con ello? Que estamos hartos de la razón como única forma de comprender el mundo que nos rodea. Habría que comenzar a secularizar la razón y a despojarla de ese halo de infalibilidad que la modernidad le ha concedido. No en otro sentido se manifiesta Mauricio Beuchot cuando propone a la analogía y a la metáfora como medios de conocimiento y denomina barroca a la era posmoderna. Reconocer la existencia de culturas tradicionales o marginales con todo lo que este reconocimiento supone ?concepciones diversas acerca de la moral, lo sagrado o el tiempo mismo? no cancela la posibilidad de acuerdos de supervivencia ni mucho menos el deterioro de concepciones universales (o globales) acerca del mundo. Al contrario, el temperamento posmoderno o barroco nos volverá más sensibles y comprensivos en los acuerdos de las diferencias. La búsqueda de límites a los alcances de la razón nos permitirá abrirnos a nuevos modos de conocimiento. Voy a detenerme un momento en esta idea de posmodernidad como barroco. Si bien el barroco es un estilo o una época en la historia del arte, es sobre todo un espíritu y un temperamento. No es un camino sino un cruce de caminos, un caleidoscopio en el que los fragmentos de un ser dinámico se suceden ofreciéndonos rostros siempre distintos. El barroco es mestizo, híbrido, versátil, mientras que la modernidad se nos muestra eurocentrista, lineal y puritana. Varios filósofos mexicanos, entre los que se cuentan Bolívar Echeverría, Samuel Arriarán y Mauricio Beuchot, han tratado con profusión y rigor estas relaciones. Yo solamente estoy tratando de llevar agua a mi molino para fortalecer la hipótesis de una posmodernidad que sea principio y no epitafio. Si el barroco representó una respuesta a la crisis del Renacimiento, el posmodernismo tiene la posibilidad de ser comprendido como una salida a la crisis de la modernidad: El ornamentalismo, la exuberancia de los subproductos, no es un recurso escéptico y hedonista a lo fácil y accesorio, sino una táctica de la persecución y huida de lo esencial a la vez deseado y temido (La modernidad de lo barroco, Bolívar Echeverría, 1998).
A menudo se desprecia lo posmoderno, ya sea porque se considera un tema del siglo pasado (¡Estamos en el 2000, carajo!) o porque se asocian a él expresiones nihilistas o apolíticas. Habermas se queja de que la posmodernidad deja inconcluso el proyecto de la modernidad y abandona la tarea del humanismo y la democracia. Yo creo lo contrario, Michel Foucault y Jean-François Lyotard, a quienes normalmente se dirigen las acusaciones ya mencionadas, intentaron, cada uno por vía distinta, poner en entredicho los excesos de una visión unificadora del mundo. Lo diré en pocas palabras: se trata de negar que existan valores universales a priori con el fin de llegar a acuerdos más específicos y complejos entre dos entidades diferentes. Voy a poner un ejemplo sencillo, casi tonto: supongamos que en un edificio de departamentos habitan cuatro inquilinos y todos poseen ideas diferentes de lo que es el orden, la buena convivencia, etcétera. Si partimos de que existen códigos prestablecidos de orden y convivencia (digamos valores universales) entonces sólo deberemos castigar o señalar a quienes se aparten de estos órdenes (modernidad). En sentido contrario, si partimos de que no los hay entonces los inquilinos tendrán que acuñar nuevos órdenes para su propia y particular conveniencia: acaso lleguen a la conclusión de que es correcto orinarse en las escalinatas del edificio. La posmodernidad entonces no sería más que un reacomodo o un relajamiento de los valores de la Ilustración. Ahora que escucho nombrar con tanta frecuencia palabras como paradoja, fractales, caos, etcétera, percibo una necesidad de deslindarse de un tronco rector, de habitar universos más amables y menos sofocantes, de encarnar a un sujeto sin rostro que no se arrogue misiones heroicas en nombre de los demás. El pesimismo no es sino un optimismo desconfiado y la posmodernidad un campo de cultivo para estos pesimistas. No en vano muchos se han mudado con todo y maletas a los hoteles del ciberespacio y de la ciencia ficción intentando extraer de allí conceptos y filosofías satélites. Nos alejamos cada vez más del centro en pos de un desarraigo inteligente: la posmodernidad permite una expansión ajena al recorrido unidireccional de la modernidad, cuestiona el progreso y a sus inseparables vanguardias, y al permitir la convivencia entre alta y baja cultura, cultiva la sensibilidad hacia la diferencia.
Espero que esta serie de ideas desordenadas insinúen siquiera la posibilidad ética que nos plantea una posmodernidad exenta de dislates apocalípticos.