Hace unos años renuncié de manera voluntaria a la incómoda manía de estar al tanto. Puedo asegurar que pocas veces me he sentido tan confortado como ese día, cuando decidí nunca más preocuparme por estar enterado de las últimas noticias. Aún más: decidí también que lo más conveniente a mi persona era renunciar a todo aquello que conocía sólo a medias. Esto, como es sencillo deducir, equivalía a desechar casi todo lo que consideraba mi conocimiento enciclopédico: saber, por ejemplo, desde cuántos años llegan a vivir los osos panda hasta el año en que fue inventada la vacuna contra la rabia.
Un día me descubrí en una mesa junto a otras personas, cada una dando muestras de sus conocimientos, cada una recitando lo que había leído en libros o revistas; me percaté entonces de que casi ninguno de nosotros conocía a fondo ningún tema, por más que repitiéramos de memoria nombres o referencias enciclopédicas. Sin embargo, esta sabiduría ocasional, mundana, es hasta cierto punto soportable, pues la curiosidad tiene derecho a satisfacerse, aun cuando su ración se limite sólo a pan y agua. Lo que reprochaba de mí no era, en realidad, el saber miope que conformaba la mayor parte de mi cultura, sino el deseo irreprimible de estar al tanto. Estar bien informado supone varias contrariedades: la más evidente es que son otros quienes proponen la jerarquía de las noticias: personas extrañas a nosotros deciden lo que es importante saber. Si un político de segunda clase (es decir, la inmensa mayoría) tiene un desliz o comete un fraude, el ejército de las personas que se mantienen al tanto se verá en la obligación de conocer los pormenores de esta noticia. Si se desata una guerra al extremo opuesto de nuestro hemisferio, las personas que están al tanto acumularán información acerca de ese conflicto. Si una actriz famosa le entrega sus pantaletas a un actor célebre, los hombres que están al tanto conocerán con detalle las minucias de la transacción. Sea por conducto de internet o por suscripciones a medios impresos, acumulamos una cantidad desmesurada de información que en unos cuantos días se irá a la basura. No estoy añadiendo nada al tema: Heidegger denominó a esta ansiedad de estar al tanto con un nombre: “Avidez de novedades”. En su Carta sobre el humanismo,se quejaba de que los hombres se hallaran tan preocupados por la cultura mientras que la esencia de las cosas les tenía sin cuidado: preferían roer la cáscara en vez de probar el fruto. Como es de suponer, esta renuncia a conocer a fondo lo poco que sabemos lesiona mortalmente nuestra capacidad de reflexión. Jamás se llega al fondo de las cosas porque uno está más preocupado en aumentar su saber enciclopédico que en pensar. Estoy seguro de que si se invirtieran los valores de esta ecuación (saber enciclopédico/pensamiento), viviríamos en un mundo menos cretino. Mientras tanto, seguiremos deseando ser como las computadoras, capaces de almacenar cantidades siderales de información: de hecho admiramos a los que tienen una memoria privilegiada y solemos referirnos a ellos como seres inteligentes. Alan Turing, el inventor de la máquina que sirvió de modelo para todas las computadoras actuales, fue un homosexual atormentado que se suicidó antes de cumplir 40 años. La vida de Turing podría ser un símil adecuado para esta joven sociedad formada por personas que están al tanto: la histeria suicida parece ser su único destino.
Cuando un amigo lo cuestiona acerca de cierta información en el Times, Sabbath, el personaje de una novela de Philip Roth, asegura no haber leído el Times en 30 años. ¿La razón? “Si leyera los periódicos de Nueva York estaría tomando prozac”, dice Sabbath. Además, el viejo Sabbath, judío perverso, afirma estar harto de escuchar hablar acerca del milagro japonés (la novela se publicó en 1995): “No soporto ver las fotografías de todos esos japoneses con trajes”. Si Sabbath no soportaba enterarse del progreso de los japoneses, de la misma manera yo no soporto escuchar las opiniones de los políticos de este país. No estar al tanto me salva de tan indigesta plaga.
Un día me descubrí en una mesa junto a otras personas, cada una dando muestras de sus conocimientos, cada una recitando lo que había leído en libros o revistas; me percaté entonces de que casi ninguno de nosotros conocía a fondo ningún tema, por más que repitiéramos de memoria nombres o referencias enciclopédicas. Sin embargo, esta sabiduría ocasional, mundana, es hasta cierto punto soportable, pues la curiosidad tiene derecho a satisfacerse, aun cuando su ración se limite sólo a pan y agua. Lo que reprochaba de mí no era, en realidad, el saber miope que conformaba la mayor parte de mi cultura, sino el deseo irreprimible de estar al tanto. Estar bien informado supone varias contrariedades: la más evidente es que son otros quienes proponen la jerarquía de las noticias: personas extrañas a nosotros deciden lo que es importante saber. Si un político de segunda clase (es decir, la inmensa mayoría) tiene un desliz o comete un fraude, el ejército de las personas que se mantienen al tanto se verá en la obligación de conocer los pormenores de esta noticia. Si se desata una guerra al extremo opuesto de nuestro hemisferio, las personas que están al tanto acumularán información acerca de ese conflicto. Si una actriz famosa le entrega sus pantaletas a un actor célebre, los hombres que están al tanto conocerán con detalle las minucias de la transacción. Sea por conducto de internet o por suscripciones a medios impresos, acumulamos una cantidad desmesurada de información que en unos cuantos días se irá a la basura. No estoy añadiendo nada al tema: Heidegger denominó a esta ansiedad de estar al tanto con un nombre: “Avidez de novedades”. En su Carta sobre el humanismo,se quejaba de que los hombres se hallaran tan preocupados por la cultura mientras que la esencia de las cosas les tenía sin cuidado: preferían roer la cáscara en vez de probar el fruto. Como es de suponer, esta renuncia a conocer a fondo lo poco que sabemos lesiona mortalmente nuestra capacidad de reflexión. Jamás se llega al fondo de las cosas porque uno está más preocupado en aumentar su saber enciclopédico que en pensar. Estoy seguro de que si se invirtieran los valores de esta ecuación (saber enciclopédico/pensamiento), viviríamos en un mundo menos cretino. Mientras tanto, seguiremos deseando ser como las computadoras, capaces de almacenar cantidades siderales de información: de hecho admiramos a los que tienen una memoria privilegiada y solemos referirnos a ellos como seres inteligentes. Alan Turing, el inventor de la máquina que sirvió de modelo para todas las computadoras actuales, fue un homosexual atormentado que se suicidó antes de cumplir 40 años. La vida de Turing podría ser un símil adecuado para esta joven sociedad formada por personas que están al tanto: la histeria suicida parece ser su único destino.
Cuando un amigo lo cuestiona acerca de cierta información en el Times, Sabbath, el personaje de una novela de Philip Roth, asegura no haber leído el Times en 30 años. ¿La razón? “Si leyera los periódicos de Nueva York estaría tomando prozac”, dice Sabbath. Además, el viejo Sabbath, judío perverso, afirma estar harto de escuchar hablar acerca del milagro japonés (la novela se publicó en 1995): “No soporto ver las fotografías de todos esos japoneses con trajes”. Si Sabbath no soportaba enterarse del progreso de los japoneses, de la misma manera yo no soporto escuchar las opiniones de los políticos de este país. No estar al tanto me salva de tan indigesta plaga.