Si envejecer posee una ventaja, es que el número de mujeres más jóvenes aumenta de manera escandalosa. Cuando era yo un hombre joven, temblaba sólo de imaginarme convertido en un anciano cadavérico. Ahora es distinto, pues cuando se ha recorrido más de la mitad del camino, uno comienza a resignarse. Hoy deseo con cierta vehemencia convertirme en un anciano para comenzar a perseguir jovencitas de 50 años. Mientras esto sucede, he debido buscar nuevas estrategias para protegerme de la belleza femenina. En términos prácticos, puedo afirmar con toda seguridad que jamás he conocido a una mujer fea. En caso de que me encuentre con una, lo soluciono fácilmente imaginándome que se trata de un hombre disfrazado. Mis recursos para huir de una seducción segura suelen resultar bastante efectivos. Cuando una mujer me atrae más de lo que la sensatez recomienda, comienzo a concentrarme en sus únicos defectos. Es así como he podido sortear el enamoramiento. Para fortuna de nosotros, los hombres débiles, no existe mujer hermosa que carezca de una mínima imperfección.
Desde que era un niño, las mujeres colmaron todas mis ambiciones. No existía para mí un mundo tan misterioso e inaprehensible como el femenino. Si bien comprendía la magnitud de su poder, jamás tenía éxito cuando intentaba comprender las razones de sus actos. El joven suicida Otto Weininger describió estas razones hace exactamente un siglo, cuando expuso que las mujeres no estaban demasiado interesadas en comprender la mecánica del universo porque en ellas encarnaba precisamente este universo. Me atrevería a describirlo de una manera menos inteligente, aunque, creo yo, también precisa: en vista de que pueden tener hijos, no ponen ninguna atención en las señales de tránsito. Las mujeres no encuentran razones suficientes para no conducir su auto en sentido contrario o para no empeñarse en dar vueltas prohibidas.
Como, efectivamente, me es imposible comprender en muchos casos el comportamiento femenino, he acudido a la resignación. Esta ceguera me conduce a una sabia renuncia: jamás intento conquistar a una mujer que no se me ha entregado de antemano. Como además deseo conquistar a tan pocas mujeres, no consumo mi tiempo en empresas tan ingratas. La experiencia me ha dictado varios principios de supervivencia: uno de ellos consiste en hacer invisibles a las mujeres que no puedo llevarme a la cama. De esta manera, he podido eliminar casi a media humanidad. No me cabe ninguna duda: los hombres somos estúpidos por antonomasia. Por este motivo, las mujeres sólo son felices cuando desaparecemos: no sólo como materia sino sobre todo como sujetos o individuos. Hace no más de una semana, mi amiga española Ángela Vallvey me escribió para contarme que acababa de divorciarse de un hombre con el que compartió varios años de su vida. Sin siquiera meditarlo respondí a su correo aplaudiendo su separación. Si los hombres desapareciéramos antes de cumplir la media centena de años (si es antes, mejor), no habría en este mundo más que mujeres felices. No existe —le dije a mi querida Ángela— mujer tan mala en este mundo que no merezca al menos unos años de viudez.
Desde que era un niño, las mujeres colmaron todas mis ambiciones. No existía para mí un mundo tan misterioso e inaprehensible como el femenino. Si bien comprendía la magnitud de su poder, jamás tenía éxito cuando intentaba comprender las razones de sus actos. El joven suicida Otto Weininger describió estas razones hace exactamente un siglo, cuando expuso que las mujeres no estaban demasiado interesadas en comprender la mecánica del universo porque en ellas encarnaba precisamente este universo. Me atrevería a describirlo de una manera menos inteligente, aunque, creo yo, también precisa: en vista de que pueden tener hijos, no ponen ninguna atención en las señales de tránsito. Las mujeres no encuentran razones suficientes para no conducir su auto en sentido contrario o para no empeñarse en dar vueltas prohibidas.
Como, efectivamente, me es imposible comprender en muchos casos el comportamiento femenino, he acudido a la resignación. Esta ceguera me conduce a una sabia renuncia: jamás intento conquistar a una mujer que no se me ha entregado de antemano. Como además deseo conquistar a tan pocas mujeres, no consumo mi tiempo en empresas tan ingratas. La experiencia me ha dictado varios principios de supervivencia: uno de ellos consiste en hacer invisibles a las mujeres que no puedo llevarme a la cama. De esta manera, he podido eliminar casi a media humanidad. No me cabe ninguna duda: los hombres somos estúpidos por antonomasia. Por este motivo, las mujeres sólo son felices cuando desaparecemos: no sólo como materia sino sobre todo como sujetos o individuos. Hace no más de una semana, mi amiga española Ángela Vallvey me escribió para contarme que acababa de divorciarse de un hombre con el que compartió varios años de su vida. Sin siquiera meditarlo respondí a su correo aplaudiendo su separación. Si los hombres desapareciéramos antes de cumplir la media centena de años (si es antes, mejor), no habría en este mundo más que mujeres felices. No existe —le dije a mi querida Ángela— mujer tan mala en este mundo que no merezca al menos unos años de viudez.