Entre la mítica calma de la pequeña ciudad renacentista y el delirio propio de las aglomeraciones urbanas contemporáneas, se tiende un puente cuyos cimientos han sido carcomidos por el paso del tiempo: las grandes metrópolis no son ya la conclusión o el siguiente paso evolutivo de aquéllas, sino que bien miradas, no son sino su negación. Quiero decir que, por ejemplo, la ciudad de México no es en absoluto la continuación de la ciudad colonial ni tampoco del México de principios de siglo. Se ha registrado un cambio que parece poner en entredicho la posibilidad de la convivencia civil, un cambio de dimensiones inverosímiles y consecuencias cada vez más claras.
Hace casi diez años, en una visita a Florencia, me tocó ser testigo de algo que difícilmente podría haber sucedido en Milán o en alguna otra ciudad de mayor envergadura. Un hombre, a quien la policía era incapaz de identificar, esperaba la noche para secuestrar mujeres y descuartizarlas de modo tan minucioso y tan docto que la principal hipótesis acerca de su identidad suponía se trataba de un médico. A partir de estos hechos y en espera de que la policía diera cuenta del criminal, los habitantes de la pequeña ciudad toscana decidieron dejar de salir durante las noches. Apenas se ocultaba el sol, el movimiento cotidiano que envolvía a la ciudad desaparecía y sólo algunos peatones ocasionales o temerarios continuaban empeñados en llevar a cabo una vida normal.
Qué diferente habría sido la actitud de los habitantes de Nueva York o de Chicago, para quienes un acontecimiento semejante no rebasaría el estado de una información periodística. Los florentinos, en cambio, actuaron como si la ciudad fuera un pueblo y se encerraron en sus casas. La Florencia de los años ochenta se diferenciaba muy poco del Londres sombrío del siglo pasado, en el que Edgar Allan Poe narraba los crímenes sucedidos a la sombra de una ciudad sin luz. En ambos casos, la ciudad conservaba algo de pueblerina y la noticia de un asesinato modificaba la rutina de sus habitantes. Fue la invención de la luz eléctrica y el despliegue del alumbrado público la causa de que las noches de la ciudad se volvieran menos inhóspitas, las multitudes, los flˆneurs, los aparadores luminosos, los grandes almacenes comerciales, alteraron el flemático ritmo de las ciudades, implantando en ellas el nervioso entusiasmo de la novedad: los provincianos, los recién llegados del pueblo solían admirarse ante el espectáculo de esa fingida tranquilidad con la que los ciudadanos caminaban rozándose los hombros, empujándose unos a otros mientras paseaban por las angostas calles que hacía muy pocos años se hallaban oscuras y desiertas. Sin embargo, y a pesar de encontrarse poseída por un ritmo más acelerado, la ciudad continuó encarnando aquello que Walter Benjamin llamó ``el asilo de los desterrados'', continuó dando albergue a los inmigrantes, quienes a fuerza de convivir se volvieron cosmopolitas, ciudadanos, participantes de un orden y una ética, de un orden civil capaz de evitar que los hábitos huraños de los recién llegados dieran lugar a un caos o a una guerra de costumbres.
Y es que el lenguaje de la ciudad resulta artificial por antonomasia; el ser parte de ésta obliga a los habitantes a la relación hipócrita como estrategia de supervivencia, es decir, dos extraños conviven porque ahora son ciudadanos: la conciencia civil es el requisito elemental para que los habitantes de una comunidad sean considerados ciudadanos.
El París del siglo XIII, la Florencia del Renacimiento, el Londres de Edgar Allan Poe y la inmensa mayoría de las ciudades contemporáneas tienen en común que debajo de la fachada de sus iglesias o de sus rascacielos, de sus calles empedradas o de las avenidas saturadas de autos, del ir y venir de su gente, existe un entramado ético que les da cohesión, una gravedad moral que disuade a sus habitantes de matarse en las calles. La ciudad de México no es, por lo tanto, una ciudad; dejó de serlo al experimentar una metamorfosis que todavía no concluye: la violencia sin control, la proliferación de armas de fuego, la corrupción en todos los niveles de las instituciones cuya tarea es la seguridad pública, la desconfianza endémica entre sus habitantes, los cuerpos policiacos privados, la impunidad, son efectos de la desaparición del orden civil. En las calles, los peatones caminan temerosos, desconfiados, tienen miedo, saben que no existe nadie capaz de protegerlos y que la calle no es ya un lugar seguro. A diferencia de los hombres de antaño, han terminado por acostumbrarse a las multitudes y a la novedad tecnológica, no son ésas las sorpresas que se imponen al ciudadano hoy en día; el desconcierto proviene de una fisura histórica a partir de la cual el habitante de la ciudad de México se encuentra en un estado de guerra permanente: la calle es un territorio cuya propiedad ha dejado de ser comunal, no es ya el espacio público, no la plaza donde la comunidad se congrega sino el territorio que se ofrece a quien es capaz de apropiárselo. Los medios de comunicación reparten un guión a cada familia y difunden el show de la tragedia al interior de los hogares; el camino de la casa a la empresa tiene ya muy poco que ver con la tradicional idea de recorrer la ciudad y sí mucho con la de sortear las adversidades que impone la inseguridad de un territorio.
En un ensayo, según yo brillante (El artista y la ciudad), el filósofo español Eugenio Trías desarrolla la noción platónica del artista como creador de la ciudad, ambición idealista que durante el Renacimiento se convirtió en realidad: la ciudad fue la obra del artista y la síntesis entre la producción y el deseo; trabajo y creación se unieron en el espacio de la ciudad toscana para que el hombre de aquella época realizara en ella el proyecto de una moral y una estética. Nada tan opuesto al territorio metropolitano en el que hoy sobrevivimos: la obra de los arquitectos coloniales Lorenzo Rodríguez y Francisco Guerrero y Torres, la sobriedad clasicista de Manuel Tolsá, el ímpetu moderno y creativo del arquitecto Juan Segura, la sagacidad monumental de Obregón Santacilia y el esfuerzo de los arquitectos contemporáneos han sido insuficientes para soportar, para referirnos sólo a la arquitectura, la destrucción del lenguaje civil. En la llamada ciudad de México no ha sido el artista el único excluido, sino también, y en ello reside su virtual suicidio, el ciudadano. ¿En qué y en cuánto se ha modificado el ser de la estética? ¿Podríamos continuar simulando el papel del artista en un espacio de características semejantes? Yo, en lo particular, creo que la tradición no es suficiente para sostener la estructura jerárquica del arte y que el espíritu que la anima está disminuido. Pienso también que la circunstancia nos empuja a encarar la literatura y el arte de un modo distinto, ¿cómo y en qué la estética se modifica? Ojalá no tardemos cien años más en descubrirlo.
Hace casi diez años, en una visita a Florencia, me tocó ser testigo de algo que difícilmente podría haber sucedido en Milán o en alguna otra ciudad de mayor envergadura. Un hombre, a quien la policía era incapaz de identificar, esperaba la noche para secuestrar mujeres y descuartizarlas de modo tan minucioso y tan docto que la principal hipótesis acerca de su identidad suponía se trataba de un médico. A partir de estos hechos y en espera de que la policía diera cuenta del criminal, los habitantes de la pequeña ciudad toscana decidieron dejar de salir durante las noches. Apenas se ocultaba el sol, el movimiento cotidiano que envolvía a la ciudad desaparecía y sólo algunos peatones ocasionales o temerarios continuaban empeñados en llevar a cabo una vida normal.
Qué diferente habría sido la actitud de los habitantes de Nueva York o de Chicago, para quienes un acontecimiento semejante no rebasaría el estado de una información periodística. Los florentinos, en cambio, actuaron como si la ciudad fuera un pueblo y se encerraron en sus casas. La Florencia de los años ochenta se diferenciaba muy poco del Londres sombrío del siglo pasado, en el que Edgar Allan Poe narraba los crímenes sucedidos a la sombra de una ciudad sin luz. En ambos casos, la ciudad conservaba algo de pueblerina y la noticia de un asesinato modificaba la rutina de sus habitantes. Fue la invención de la luz eléctrica y el despliegue del alumbrado público la causa de que las noches de la ciudad se volvieran menos inhóspitas, las multitudes, los flˆneurs, los aparadores luminosos, los grandes almacenes comerciales, alteraron el flemático ritmo de las ciudades, implantando en ellas el nervioso entusiasmo de la novedad: los provincianos, los recién llegados del pueblo solían admirarse ante el espectáculo de esa fingida tranquilidad con la que los ciudadanos caminaban rozándose los hombros, empujándose unos a otros mientras paseaban por las angostas calles que hacía muy pocos años se hallaban oscuras y desiertas. Sin embargo, y a pesar de encontrarse poseída por un ritmo más acelerado, la ciudad continuó encarnando aquello que Walter Benjamin llamó ``el asilo de los desterrados'', continuó dando albergue a los inmigrantes, quienes a fuerza de convivir se volvieron cosmopolitas, ciudadanos, participantes de un orden y una ética, de un orden civil capaz de evitar que los hábitos huraños de los recién llegados dieran lugar a un caos o a una guerra de costumbres.
Y es que el lenguaje de la ciudad resulta artificial por antonomasia; el ser parte de ésta obliga a los habitantes a la relación hipócrita como estrategia de supervivencia, es decir, dos extraños conviven porque ahora son ciudadanos: la conciencia civil es el requisito elemental para que los habitantes de una comunidad sean considerados ciudadanos.
El París del siglo XIII, la Florencia del Renacimiento, el Londres de Edgar Allan Poe y la inmensa mayoría de las ciudades contemporáneas tienen en común que debajo de la fachada de sus iglesias o de sus rascacielos, de sus calles empedradas o de las avenidas saturadas de autos, del ir y venir de su gente, existe un entramado ético que les da cohesión, una gravedad moral que disuade a sus habitantes de matarse en las calles. La ciudad de México no es, por lo tanto, una ciudad; dejó de serlo al experimentar una metamorfosis que todavía no concluye: la violencia sin control, la proliferación de armas de fuego, la corrupción en todos los niveles de las instituciones cuya tarea es la seguridad pública, la desconfianza endémica entre sus habitantes, los cuerpos policiacos privados, la impunidad, son efectos de la desaparición del orden civil. En las calles, los peatones caminan temerosos, desconfiados, tienen miedo, saben que no existe nadie capaz de protegerlos y que la calle no es ya un lugar seguro. A diferencia de los hombres de antaño, han terminado por acostumbrarse a las multitudes y a la novedad tecnológica, no son ésas las sorpresas que se imponen al ciudadano hoy en día; el desconcierto proviene de una fisura histórica a partir de la cual el habitante de la ciudad de México se encuentra en un estado de guerra permanente: la calle es un territorio cuya propiedad ha dejado de ser comunal, no es ya el espacio público, no la plaza donde la comunidad se congrega sino el territorio que se ofrece a quien es capaz de apropiárselo. Los medios de comunicación reparten un guión a cada familia y difunden el show de la tragedia al interior de los hogares; el camino de la casa a la empresa tiene ya muy poco que ver con la tradicional idea de recorrer la ciudad y sí mucho con la de sortear las adversidades que impone la inseguridad de un territorio.
En un ensayo, según yo brillante (El artista y la ciudad), el filósofo español Eugenio Trías desarrolla la noción platónica del artista como creador de la ciudad, ambición idealista que durante el Renacimiento se convirtió en realidad: la ciudad fue la obra del artista y la síntesis entre la producción y el deseo; trabajo y creación se unieron en el espacio de la ciudad toscana para que el hombre de aquella época realizara en ella el proyecto de una moral y una estética. Nada tan opuesto al territorio metropolitano en el que hoy sobrevivimos: la obra de los arquitectos coloniales Lorenzo Rodríguez y Francisco Guerrero y Torres, la sobriedad clasicista de Manuel Tolsá, el ímpetu moderno y creativo del arquitecto Juan Segura, la sagacidad monumental de Obregón Santacilia y el esfuerzo de los arquitectos contemporáneos han sido insuficientes para soportar, para referirnos sólo a la arquitectura, la destrucción del lenguaje civil. En la llamada ciudad de México no ha sido el artista el único excluido, sino también, y en ello reside su virtual suicidio, el ciudadano. ¿En qué y en cuánto se ha modificado el ser de la estética? ¿Podríamos continuar simulando el papel del artista en un espacio de características semejantes? Yo, en lo particular, creo que la tradición no es suficiente para sostener la estructura jerárquica del arte y que el espíritu que la anima está disminuido. Pienso también que la circunstancia nos empuja a encarar la literatura y el arte de un modo distinto, ¿cómo y en qué la estética se modifica? Ojalá no tardemos cien años más en descubrirlo.