En ningún lugar he sentido, como en Tijuana, la fuerza que impone un territorio a sus habitantes. La ciudad tiene la vocación de pertenecerle a todos y se respira en ella un orgullo extraño, acaso el de ser un gigantesco hotel sin puertas. El nunca haber sido imaginada como una ciudad real sino como parte de una estrategia, no como fin sino como un medio, la despoja de esa aura de "ser para siempre" que poseen la mayoría de las ciudades. Se tiene la sensación de que en cualquier momento todos se irán y emigrarán hacia mitad del desierto o hacia otra frontera, incluso la zona del Río que supone ser el asiento de la modernidad, tiene esa apariencia de escenografía, de montaje efímero, de ser una locación donde se rodarán infinidad de películas y simulacros, pero donde nada sucederá realmente porque todos son actores, no por vocación o elección sino por contagio, por saberse en medio de un territorio ausente de historia y de futuro, un territorio en el que todo es movimiento, flujo continuo. Ciudad prótesis, inventada, Tijuana es una ciudad donde todo lo real se anula por exceso de exhibición, todo está allí, a la mano, a cualquier precio y a cualquier hora: no hay más que recorrer durante la noche las calles de la Zona Norte para darse cuenta que el placer es una enfermedad endémica: La Estrella, El Chicago Club, La Ballena, son algunos de los antros que conforman esa geografía despiadada en la que todo parece a punto de caer, puntos álgidos de una decadencia sin historia: anatomía del heróimano. Por otra parte, los ríos de personas que cruzan la frontera todos los días han terminado por dotar a la ciudad de esa impaciencia que es congénita a la naturaleza del emigrante, una impaciencia que contagia y nutre todos los pasos. Tijuana es como un espejismo, está allí sólo para el que quiere y puede verla.Para la mayoría, sin embargo, es transparente, no existe: nuestra mirada, desde este lado de la frontera, la atraviesa para posarse en California, en la tierra prometida, en el paraíso glamuroso de los dólares; la mirada de los californianos, en cambio, se detiene allí para construir una imagen falsa y lúdica de México; para nosotros, los mexicanos, es transparente, para ellos es un mito: dos modos distintos de negarle la realidad, de escamotearle su propia existencia. Hasta la cerca de acero, el Bordo que corre a lo largo de la frontera, parece ser un artefacto más propio de la ciencia ficción que un instrumento de división territorial. Los reflectores que iluminan la frontera, los helicópteros aleteando en busca de los tránsfugas mexicanos que huyen de su tierra y de su precaria economía, la tensión propia de una línea que une divididos territorios tan dispares, configuran el escenario para una cacería tipo nintendo, obvia y violenta, cínica y espectacular: la frontera supone más bien el repertorio de imágenes para una realidad virtual que un conflicto de orden racial o económico. Hay que estar allí para ver.