Vidas cruzadas (extracto)
1
-- ...Me dijo que para tener buena memoria necesito comer verduras.
-- Y cómo no va a tener razón. Los niños deben de alimentarse con verduras porque se están formando. Los grandes, comamos lo que comamos, vamos perdiendo la memoria. Yo por más que me quiero acordar de la cara de mis hermanos, no puedo. Hace tanto tiempo que no los veo.
-- A mí me gusta mucho la carne --el niño se metió a la boca un trozo de milanesa recalentada.
-- Eso es lo que menos falta en esta casa. A don Fernando siempre le ha gustado la carne. Casi nunca come verduras. Eso sí, me las pide siempre para que adornen los platos.
-- Y va a ser presidente, ¿verdad, mamá?
-- Sí, pero no lo andes repitiendo, hijo --Francisca le había servido a don Fernando durante quince años con un esmero casi religioso, primero como cocinera, después como jefa de la servidumbre.
-- ¿Por qué?
-- No te vayan a secuestrar creyendo que eres su hijo.
"Doña Francisca es más fiel que mi mujer", solía decir el patrón cuando se le pasaban los tragos. A ella no le incomodaban sus bromas. Era el patrón: el próximo presidente de México.
-- Pero ni siquiera nos parecemos. Él es güero.
-- ¿Y tú crees que eso le importa a la gente? Ya inventarán algo para justificar sus chismes.
La cocina no era tan amplia como en la casa de Zacatecas, ni tampoco guardaba ese agradable olor a laurel ni a ollas de barro al que Francisca se hallaba tan acostumbrada. Pero no había solución: el candidato necesitaba vivir en la ciudad de México.
-- La maestra es rara. No es como las otras que he tenido --dijo el niño mientras untaba con mayonesa un pan de centeno.
-- Tienes que acostumbrarte a todo, hijo. Si don Fernando se va al purgatorio nos vamos nosotros con él.
Francisca habría preferido que su único hijo permaneciera en Zacatecas. Allá el aire, además de limpio, se llevaba al carajo todos los papeles. "En esta ciudad el viento es cosa rara".
-- A mí me gusta más aquí que en Zacatecas.
-- No sabes ni lo que dices --dijo la sirvienta con aire resignado. Cuánto rencor alimentaba hacia esa ciudad que la había dejado viuda siendo ella tan joven. Diez años atrás, cumpliendo un encargo de don Fernando, el marido de Francisca se trasladó al Distrito Federal. Un mes después, cuando Francisca se hizo a la idea de que su marido la había abandonado, encontraron su cuerpo en uno de los canales de Chalco. Tenía dos tiros en la cabeza.
Don Fernando entró a la cocina para ordenar su desayuno. Decidía cuáles serían sus alimentos siempre hasta el último minuto. Esta vez sólo tomaría un jugo. Nada de los acostumbrados huevos con jamón acompañados con gruesas rodajas de jitomate. Acarició la cabeza del niño al que había prometido hacer profesionista. Luego dijo:
-- Francisca, he notado que no te gusta Marcelo.
-- Pues ésa es la mera verdad, para qué me hago tonta.
-- Sólo tendremos que soportarlo unas semanas más. Debes tener paciencia. Si no es para toda la vida.
-- No se preocupe, he aguantado cosas peores.
-- Mi asesor de imagen, mira nada más. A quien debes reclamarle es a Eligio. Quién sabe de dónde jodidos lo fue a sacar.
-- Como usted diga, don Fernando, pero ya sabe que no me gustan los maricones. Ya mujeres habemos muchas pa todavía...
-- En mi escuela hay uno que es maricón --intervino el niño. La loción del candidato impregnaba el aire de la cocina imponiéndose por momentos al olor de la milanesa recién calentada.
-- Atiéndelo bien, Francisca, te lo ruego.
Marcelo estaba sentado en un sillón de la sala con una rosquilla de chocolate entre los dedos. Nada mejor para celebrar sus cuarenta años de edad que su cliente más importante fuera elegido presidente de la República. Entonces ningún rincón de Los Pinos se salvaría de una "manita de gato". El nombramiento de asesor de imagen del candidato a la presidencia había acrecentado su fama, pero sobre todo su cartera: "El dinero no da la clase, pero sin dinero tener clase no es suficiente", acostumbraba recitar a la menor oportunidad.
En el transcurso de unos meses su talento había realizado un milagro en la persona de Fernando Alcántara. Vamos, hasta le había atenuado la joroba producto de tantos años de mal sentarse.
-- Marcelo, me gustaría suspender la sesión de hoy. Hable usted con Rocío para hacer una nueva cita.
-- Estamos a quince días del debate, don Fernando --lo dijo de una manera humilde. No deseaba que su frase fuera tomada como el majadero reproche de un subalterno. Después de todo el único indispensable en el equipo de campaña era el propio candidato.
-- Entonces haremos sesiones dobles. Usted sabe que no estoy muy contento con estos métodos. Lo convierten a uno en payaso de circo.
-- Votos, don Fernando, no lo olvide.
-- Votos, pero a un precio muy alto. ¿Acaso el maquillaje te hace más inteligente? A veces me dan ganas de mandarlo a usted a la jodida.
-- Nuestra época nos exige cambios radicales --Marcelo mantenía la rosquilla junto a su boca como si se tratara de un micrófono.
-- Voy a gobernar, no a cantar, Marcelo.
-- Hoy se encuentra usted muy bromista. Ojalá permanezca con ese humor hasta el día del debate. Uno desearía estar en el mejor estado de ánimo cuando va a enfrentarse a un acontecimiento importante.
-- Eso se remedia fingiendo.
-- Por más que uno sea capaz de fingir, jamás podrá superar el impacto de un sentimiento verdadero --dijo Marcelo, con humildad. De ninguna manera estaba dispuesto a enfrentarse a don Fernando.
-- ¿Conoce usted a alguien que finja más que Manuelito?
-- Manuelito es un fuera de serie. Usted sabe cuánto lo estimo, don Fernando.
-- Es un pinche hipócrita.
-- La gente lo quiere, pregúnteselo a cualquier en la calle. Hay que ver el alboroto que se arma cuando llega a algún restaurante.
-- Sí, hombre. Ya lo sé. Manuelito y yo cursamos juntos la preparatoria. Hasta compartimos alguna vez la misma novia.
-- No puede ser.
-- Tenemos casi treinta años de ser amigos y debo reconocer que no conozco a nadie con esa capacidad de alterar sus sentimientos. Lo cual no le quita lo cabrón.
-- Si me permite, don Fernando, cabrones somos todos. Sólo hay que esperar una ocasión para demostrarlo --Marcelo se metió media rosquilla a la boca. No le intimidaba ser el único a quien el candidato le hablaba de usted. Incluso le convenía mantener esa respetuosa distancia con el fin de llevar a cabo su misión del mejor modo posible.
-- Espero que esté contento con sus honorarios.
-- Sí, es usted muy generoso --respondió Marcelo.
-- Buenos días, entonces.
Marcelo se incorporó del sofá haciendo gala de una agilidad felina: Atravesó la sala a paso firme e hizo una sutil reverencia con la cabeza en señal de despedida. Pasó junto a los dos hombres que resguardaban la puerta. El más alto sonrió socarrón como siempre que veía a Marcelo. "Pinches gatos, nunca saldrán de cuidapuertas", pensó Marcelo. Uno de los choferes del candidato llevó su auto hasta su casa en las calles de Monte Everest. Jamás se le había ocurrido pensar que su cliente vivía en una calle bautizada con el nombre de la montaña más alta del mundo. "Buena señal", se dijo a sí mismo antes de abordar el auto.
2
Manuelito Rocha conducía su camioneta Suburban sobre una avenida Coyoacán despejada y tranquila. Los semáforos en verde lo hacían ponerse de magnífico humor: luz verde, siempre luz verde para Manuelito Rocha. ¿Quién habría podido vaticinarle que a los cincuenta años estaría convertido en un símbolo nacional? "Manuelito, ojalá todos los hombres fueran como usted". "Su programa hace que olvide de mis problemas". "Es usted un santo". "Si mi Tere se encontrara a un hombre con su inteligencia". Estaba más que acostumbrado a las excesivas muestras de afecto que le ofrecía su público. Las recibía con premeditada humildad mostrando a sus fieles una pavloviana sonrisa de dientes amarfilados. Detuvo la Suburban frente a una casa en la calle de López Cotilla. La calle casi desierta, once de la mañana, un peatón llevando el periódico bajo el brazo, una anciana esperando a que su perro terminara de orinar sobre el tocón de un árbol muerto. "En México sólo el Papa es más famoso que yo", se le ocurría pensar a Manuelito. No obstante, a diferencia de Fernando Alcántara, su amigo, antiguo compañero de escuela, protector inclusive, jamás sería incluido en los libros de historia. ¿Qué libro de texto dentro de cincuenta años recordaría al más famoso de todos los animadores de la televisión mexicana? ¿Acaso sus ocurrencias tenían derecho a la posteridad? Descendió de su vehículo cuando las puertas de la casa se abrieron automáticamente, primero el rectángulo metálico de apariencia infranqueable, después el portón de madera. Lo recibió un hombre de baja estatura, un pequeño Francisco I. Madero de cabellos mal administrados y mirada torva.
-- Manuelito, pensé que jamás llegarías.
-- Perdona mi retraso, hermano. Ayer tuve una noche larga... mmm.
-- Así no vas a llegar a viejo --sentenció Arturo Benítez, la Pulga, como sus amigos solían llamarle.
-- Magnífico, ¿quién quiere llegar a viejo, mi hermano? Estoy dedicándome de lleno a preparar mi primer infarto --dijo soltando una risa que no obstante sonar poco sincera despertaban siempre simpatías.
Pasaron a un recibidor decorado con grandes espejos de marquesinas broncíneas, alfombrado, tapizado en todas sus paredes.
-- Sólo estaré unos minutos, tengo que revisar personalmente el cuerpo de una de mis edecanes --anunció Manuelito.
-- Quién fuera tú. Sé que eres un hombre muy ocupado, pero me gustaría hablar un momento contigo. No vas a despreciarme, ¿verdad? Menos por una pinche edecán.
-- No, mi hermano, soy yo el que ha venido a tu casa.
-- ¿Quieres un brandy o eres como los mamones que dicen que es una bebida para tomarse cuando no hay sol?
-- Por favor, el Cardenal de Mendoza me ha hecho católico.
-- Ya que eres católico tengo un recado de Dios para ti.
-- ¿De qué se trata?
-- Negocios, burdos negocios.
3
Don Fernando Alcántara escuchó de boca de su secretaria las actividades que el encargado de la campaña había preparado para él. Eligio Buenrostro le cargaba la mano concertándole citas con empresarios de baja reputación e intelectuales incómodos. De hecho, había sostenido ya varias discusiones al respecto con él.
-- No quiero relaciones con narcotraficantes menores. Por mucho dinero que aporten a mi campaña, tarde o temprano te ensucian con su mierda. En ese medio uno debe saber tratar sólo con los más importantes. Tú sabes exactamente a lo que me refiero, Eligio.
-- Por supuesto, señor. Estoy intentando hacer una lista muy depurada. Sólo los grandes.
-- A lo intelectuales tampoco tengo que convencerlos. El pueblo no los escucha. Además siempre hacen preguntas comprometedoras.
-- Son las élites, señor. Su poder es extraño, yo creo que debemos estar bien con ellos.
-- Cancela la cita con el líder de la CTR. Lo van a tirar en un par de meses, me lo dijo mi compadre.
-- Llama todos los días.
-- Que chingue a su madre.
-- Bien, señor --dijo un Eligio aparentemente tímido, piel color de leche, pulcro en su vestimenta.
-- Quedé de tomarme un café con Manuelito. Búscame por favor un espacio en la agenda.
-- Don Fernando, si usted me lo permite, creo que su amigo --pronunció la palabra amigo con cierto desprecio-- está pidiendo demasiados favores. No anda en buenos pasos. Me han llegado rumores de buenas fuentes.
-- Nadie en este país anda en buenos pasos, Eligio. Ni tú mismo.
-- Todos conocen la amistad que hay entre ustedes. No sería justo que...
-- Yo me encargo de eso.
-- Estoy preocupado por el debate. Sé que Saldaña nos va a tratar de pegar hasta con la cubeta. Tiene información sobre el financiamiento del aeropuerto de Zacatecas.
-- No tiene más información que yo, te lo aseguro.
Eligio rió satisfecho al escuchar las palabras del señor candidato. Tal parecía que nada era capaz de intimidarlo. Sin embargo, el debate sería definitivo. Pensó en Marcelo, ¿estaría realizando un trabajo adecuado? Se imaginó al general Francisco Villa, su personaje histórico favorito, discutiendo con su asesor de imagen. Rió nuevamente, esta vez en silencio, un pensamiento nada más.
A un costado de la oficina del licenciado Alcántara, dentro de su propia casa, se había improvisado una sala de prensa. Cinco mujeres uniformadas con un conjunto --falda y saco-- de casimir azul marino, recibían los mensajes que los ciudadanos enviaban al candidato. Eran apenas las nueve de una mañana soleada. El movimiento de manos recorriendo los teclados de las computadoras originaba un caótico concierto que, no obstante, a Rocío le parecía adormecedor. Estaba tan cansada. Las noches de los días más recientes había mantenido agotadoras discusiones con su marido acerca de la conveniencia de seguir viviendo juntos. Él, además de ser simpatizante del partido opositor, se sentía desplazado en su matrimonio. Don Fernando no respetaba el horario ni tampoco la intimidad de su secretaria. La llamaba a cualquier hora de la madrugada para consultarle acerca del asunto más baladí. En definitiva, a opinión de sus esposo, lo más conveniente era que, de una buena vez, se fuera a dormir con el candidato.
-- Eso hará más fácil el trabajo de todos.
-- En unas semanas volveremos a la normalidad, tranquilízate --Rocío mentía. No sería difícil saber qué pasaría con su vida una vez que don Fernando fuera elegido presidente.
-- ¿Y para qué tanto esfuerzo, Rocío? Saldaña les va a partir la madre, no se hagan ilusiones. Si cometen un fraude el pueblo se les levanta. Si juegan limpio van a perder.
-- ¿Y si trabajara para Saldaña también me pedirías que me acostara con él?
-- Al menos sería para bien del país.
-- ...Me dijo que para tener buena memoria necesito comer verduras.
-- Y cómo no va a tener razón. Los niños deben de alimentarse con verduras porque se están formando. Los grandes, comamos lo que comamos, vamos perdiendo la memoria. Yo por más que me quiero acordar de la cara de mis hermanos, no puedo. Hace tanto tiempo que no los veo.
-- A mí me gusta mucho la carne --el niño se metió a la boca un trozo de milanesa recalentada.
-- Eso es lo que menos falta en esta casa. A don Fernando siempre le ha gustado la carne. Casi nunca come verduras. Eso sí, me las pide siempre para que adornen los platos.
-- Y va a ser presidente, ¿verdad, mamá?
-- Sí, pero no lo andes repitiendo, hijo --Francisca le había servido a don Fernando durante quince años con un esmero casi religioso, primero como cocinera, después como jefa de la servidumbre.
-- ¿Por qué?
-- No te vayan a secuestrar creyendo que eres su hijo.
"Doña Francisca es más fiel que mi mujer", solía decir el patrón cuando se le pasaban los tragos. A ella no le incomodaban sus bromas. Era el patrón: el próximo presidente de México.
-- Pero ni siquiera nos parecemos. Él es güero.
-- ¿Y tú crees que eso le importa a la gente? Ya inventarán algo para justificar sus chismes.
La cocina no era tan amplia como en la casa de Zacatecas, ni tampoco guardaba ese agradable olor a laurel ni a ollas de barro al que Francisca se hallaba tan acostumbrada. Pero no había solución: el candidato necesitaba vivir en la ciudad de México.
-- La maestra es rara. No es como las otras que he tenido --dijo el niño mientras untaba con mayonesa un pan de centeno.
-- Tienes que acostumbrarte a todo, hijo. Si don Fernando se va al purgatorio nos vamos nosotros con él.
Francisca habría preferido que su único hijo permaneciera en Zacatecas. Allá el aire, además de limpio, se llevaba al carajo todos los papeles. "En esta ciudad el viento es cosa rara".
-- A mí me gusta más aquí que en Zacatecas.
-- No sabes ni lo que dices --dijo la sirvienta con aire resignado. Cuánto rencor alimentaba hacia esa ciudad que la había dejado viuda siendo ella tan joven. Diez años atrás, cumpliendo un encargo de don Fernando, el marido de Francisca se trasladó al Distrito Federal. Un mes después, cuando Francisca se hizo a la idea de que su marido la había abandonado, encontraron su cuerpo en uno de los canales de Chalco. Tenía dos tiros en la cabeza.
Don Fernando entró a la cocina para ordenar su desayuno. Decidía cuáles serían sus alimentos siempre hasta el último minuto. Esta vez sólo tomaría un jugo. Nada de los acostumbrados huevos con jamón acompañados con gruesas rodajas de jitomate. Acarició la cabeza del niño al que había prometido hacer profesionista. Luego dijo:
-- Francisca, he notado que no te gusta Marcelo.
-- Pues ésa es la mera verdad, para qué me hago tonta.
-- Sólo tendremos que soportarlo unas semanas más. Debes tener paciencia. Si no es para toda la vida.
-- No se preocupe, he aguantado cosas peores.
-- Mi asesor de imagen, mira nada más. A quien debes reclamarle es a Eligio. Quién sabe de dónde jodidos lo fue a sacar.
-- Como usted diga, don Fernando, pero ya sabe que no me gustan los maricones. Ya mujeres habemos muchas pa todavía...
-- En mi escuela hay uno que es maricón --intervino el niño. La loción del candidato impregnaba el aire de la cocina imponiéndose por momentos al olor de la milanesa recién calentada.
-- Atiéndelo bien, Francisca, te lo ruego.
Marcelo estaba sentado en un sillón de la sala con una rosquilla de chocolate entre los dedos. Nada mejor para celebrar sus cuarenta años de edad que su cliente más importante fuera elegido presidente de la República. Entonces ningún rincón de Los Pinos se salvaría de una "manita de gato". El nombramiento de asesor de imagen del candidato a la presidencia había acrecentado su fama, pero sobre todo su cartera: "El dinero no da la clase, pero sin dinero tener clase no es suficiente", acostumbraba recitar a la menor oportunidad.
En el transcurso de unos meses su talento había realizado un milagro en la persona de Fernando Alcántara. Vamos, hasta le había atenuado la joroba producto de tantos años de mal sentarse.
-- Marcelo, me gustaría suspender la sesión de hoy. Hable usted con Rocío para hacer una nueva cita.
-- Estamos a quince días del debate, don Fernando --lo dijo de una manera humilde. No deseaba que su frase fuera tomada como el majadero reproche de un subalterno. Después de todo el único indispensable en el equipo de campaña era el propio candidato.
-- Entonces haremos sesiones dobles. Usted sabe que no estoy muy contento con estos métodos. Lo convierten a uno en payaso de circo.
-- Votos, don Fernando, no lo olvide.
-- Votos, pero a un precio muy alto. ¿Acaso el maquillaje te hace más inteligente? A veces me dan ganas de mandarlo a usted a la jodida.
-- Nuestra época nos exige cambios radicales --Marcelo mantenía la rosquilla junto a su boca como si se tratara de un micrófono.
-- Voy a gobernar, no a cantar, Marcelo.
-- Hoy se encuentra usted muy bromista. Ojalá permanezca con ese humor hasta el día del debate. Uno desearía estar en el mejor estado de ánimo cuando va a enfrentarse a un acontecimiento importante.
-- Eso se remedia fingiendo.
-- Por más que uno sea capaz de fingir, jamás podrá superar el impacto de un sentimiento verdadero --dijo Marcelo, con humildad. De ninguna manera estaba dispuesto a enfrentarse a don Fernando.
-- ¿Conoce usted a alguien que finja más que Manuelito?
-- Manuelito es un fuera de serie. Usted sabe cuánto lo estimo, don Fernando.
-- Es un pinche hipócrita.
-- La gente lo quiere, pregúnteselo a cualquier en la calle. Hay que ver el alboroto que se arma cuando llega a algún restaurante.
-- Sí, hombre. Ya lo sé. Manuelito y yo cursamos juntos la preparatoria. Hasta compartimos alguna vez la misma novia.
-- No puede ser.
-- Tenemos casi treinta años de ser amigos y debo reconocer que no conozco a nadie con esa capacidad de alterar sus sentimientos. Lo cual no le quita lo cabrón.
-- Si me permite, don Fernando, cabrones somos todos. Sólo hay que esperar una ocasión para demostrarlo --Marcelo se metió media rosquilla a la boca. No le intimidaba ser el único a quien el candidato le hablaba de usted. Incluso le convenía mantener esa respetuosa distancia con el fin de llevar a cabo su misión del mejor modo posible.
-- Espero que esté contento con sus honorarios.
-- Sí, es usted muy generoso --respondió Marcelo.
-- Buenos días, entonces.
Marcelo se incorporó del sofá haciendo gala de una agilidad felina: Atravesó la sala a paso firme e hizo una sutil reverencia con la cabeza en señal de despedida. Pasó junto a los dos hombres que resguardaban la puerta. El más alto sonrió socarrón como siempre que veía a Marcelo. "Pinches gatos, nunca saldrán de cuidapuertas", pensó Marcelo. Uno de los choferes del candidato llevó su auto hasta su casa en las calles de Monte Everest. Jamás se le había ocurrido pensar que su cliente vivía en una calle bautizada con el nombre de la montaña más alta del mundo. "Buena señal", se dijo a sí mismo antes de abordar el auto.
2
Manuelito Rocha conducía su camioneta Suburban sobre una avenida Coyoacán despejada y tranquila. Los semáforos en verde lo hacían ponerse de magnífico humor: luz verde, siempre luz verde para Manuelito Rocha. ¿Quién habría podido vaticinarle que a los cincuenta años estaría convertido en un símbolo nacional? "Manuelito, ojalá todos los hombres fueran como usted". "Su programa hace que olvide de mis problemas". "Es usted un santo". "Si mi Tere se encontrara a un hombre con su inteligencia". Estaba más que acostumbrado a las excesivas muestras de afecto que le ofrecía su público. Las recibía con premeditada humildad mostrando a sus fieles una pavloviana sonrisa de dientes amarfilados. Detuvo la Suburban frente a una casa en la calle de López Cotilla. La calle casi desierta, once de la mañana, un peatón llevando el periódico bajo el brazo, una anciana esperando a que su perro terminara de orinar sobre el tocón de un árbol muerto. "En México sólo el Papa es más famoso que yo", se le ocurría pensar a Manuelito. No obstante, a diferencia de Fernando Alcántara, su amigo, antiguo compañero de escuela, protector inclusive, jamás sería incluido en los libros de historia. ¿Qué libro de texto dentro de cincuenta años recordaría al más famoso de todos los animadores de la televisión mexicana? ¿Acaso sus ocurrencias tenían derecho a la posteridad? Descendió de su vehículo cuando las puertas de la casa se abrieron automáticamente, primero el rectángulo metálico de apariencia infranqueable, después el portón de madera. Lo recibió un hombre de baja estatura, un pequeño Francisco I. Madero de cabellos mal administrados y mirada torva.
-- Manuelito, pensé que jamás llegarías.
-- Perdona mi retraso, hermano. Ayer tuve una noche larga... mmm.
-- Así no vas a llegar a viejo --sentenció Arturo Benítez, la Pulga, como sus amigos solían llamarle.
-- Magnífico, ¿quién quiere llegar a viejo, mi hermano? Estoy dedicándome de lleno a preparar mi primer infarto --dijo soltando una risa que no obstante sonar poco sincera despertaban siempre simpatías.
Pasaron a un recibidor decorado con grandes espejos de marquesinas broncíneas, alfombrado, tapizado en todas sus paredes.
-- Sólo estaré unos minutos, tengo que revisar personalmente el cuerpo de una de mis edecanes --anunció Manuelito.
-- Quién fuera tú. Sé que eres un hombre muy ocupado, pero me gustaría hablar un momento contigo. No vas a despreciarme, ¿verdad? Menos por una pinche edecán.
-- No, mi hermano, soy yo el que ha venido a tu casa.
-- ¿Quieres un brandy o eres como los mamones que dicen que es una bebida para tomarse cuando no hay sol?
-- Por favor, el Cardenal de Mendoza me ha hecho católico.
-- Ya que eres católico tengo un recado de Dios para ti.
-- ¿De qué se trata?
-- Negocios, burdos negocios.
3
Don Fernando Alcántara escuchó de boca de su secretaria las actividades que el encargado de la campaña había preparado para él. Eligio Buenrostro le cargaba la mano concertándole citas con empresarios de baja reputación e intelectuales incómodos. De hecho, había sostenido ya varias discusiones al respecto con él.
-- No quiero relaciones con narcotraficantes menores. Por mucho dinero que aporten a mi campaña, tarde o temprano te ensucian con su mierda. En ese medio uno debe saber tratar sólo con los más importantes. Tú sabes exactamente a lo que me refiero, Eligio.
-- Por supuesto, señor. Estoy intentando hacer una lista muy depurada. Sólo los grandes.
-- A lo intelectuales tampoco tengo que convencerlos. El pueblo no los escucha. Además siempre hacen preguntas comprometedoras.
-- Son las élites, señor. Su poder es extraño, yo creo que debemos estar bien con ellos.
-- Cancela la cita con el líder de la CTR. Lo van a tirar en un par de meses, me lo dijo mi compadre.
-- Llama todos los días.
-- Que chingue a su madre.
-- Bien, señor --dijo un Eligio aparentemente tímido, piel color de leche, pulcro en su vestimenta.
-- Quedé de tomarme un café con Manuelito. Búscame por favor un espacio en la agenda.
-- Don Fernando, si usted me lo permite, creo que su amigo --pronunció la palabra amigo con cierto desprecio-- está pidiendo demasiados favores. No anda en buenos pasos. Me han llegado rumores de buenas fuentes.
-- Nadie en este país anda en buenos pasos, Eligio. Ni tú mismo.
-- Todos conocen la amistad que hay entre ustedes. No sería justo que...
-- Yo me encargo de eso.
-- Estoy preocupado por el debate. Sé que Saldaña nos va a tratar de pegar hasta con la cubeta. Tiene información sobre el financiamiento del aeropuerto de Zacatecas.
-- No tiene más información que yo, te lo aseguro.
Eligio rió satisfecho al escuchar las palabras del señor candidato. Tal parecía que nada era capaz de intimidarlo. Sin embargo, el debate sería definitivo. Pensó en Marcelo, ¿estaría realizando un trabajo adecuado? Se imaginó al general Francisco Villa, su personaje histórico favorito, discutiendo con su asesor de imagen. Rió nuevamente, esta vez en silencio, un pensamiento nada más.
A un costado de la oficina del licenciado Alcántara, dentro de su propia casa, se había improvisado una sala de prensa. Cinco mujeres uniformadas con un conjunto --falda y saco-- de casimir azul marino, recibían los mensajes que los ciudadanos enviaban al candidato. Eran apenas las nueve de una mañana soleada. El movimiento de manos recorriendo los teclados de las computadoras originaba un caótico concierto que, no obstante, a Rocío le parecía adormecedor. Estaba tan cansada. Las noches de los días más recientes había mantenido agotadoras discusiones con su marido acerca de la conveniencia de seguir viviendo juntos. Él, además de ser simpatizante del partido opositor, se sentía desplazado en su matrimonio. Don Fernando no respetaba el horario ni tampoco la intimidad de su secretaria. La llamaba a cualquier hora de la madrugada para consultarle acerca del asunto más baladí. En definitiva, a opinión de sus esposo, lo más conveniente era que, de una buena vez, se fuera a dormir con el candidato.
-- Eso hará más fácil el trabajo de todos.
-- En unas semanas volveremos a la normalidad, tranquilízate --Rocío mentía. No sería difícil saber qué pasaría con su vida una vez que don Fernando fuera elegido presidente.
-- ¿Y para qué tanto esfuerzo, Rocío? Saldaña les va a partir la madre, no se hagan ilusiones. Si cometen un fraude el pueblo se les levanta. Si juegan limpio van a perder.
-- ¿Y si trabajara para Saldaña también me pedirías que me acostara con él?
-- Al menos sería para bien del país.