Roma literaria
De Roma poseo muchos recuerdos aunque casi todos ellos se entrelazan formando un extraño mosaico donde las fechas exactas se pierden en el tiempo. Aun así tengo claro que mi primer viaje a Roma fue hace casi 15 años. Y si la palabra es un poco romántica creo que vagabundo es la mejor para describir a ese viajero improvisado que recorrió Europa casi sin dinero.
Mi primera noche en Roma después de un corto viaje en tren desde Pisa estuvo marcada por el frío callejero. En vista de que la estación de tren Roma Termini, cerraba a la una de la mañana, los "carabinieri" lanzaban a todos los indeseables a la calle. Era un rito cotidiano en todas las estaciones ferroviarias de Italia.
Para defenderse del frío, los vagabundos se apoderaban de los botes de basura cercanos a la estación y prendían fuego a su interior: así se calentaban mientras bebían de sus botellas de vino barato cantidades suficientes para dormir hasta media mañana.
Las primeras noches en Roma dormí al lado de todos estos "barboni" porque además de que el teléfono de mi único contacto en Roma estaba muerto, mis bolsillos eran bastante tímidos. Por suerte, el teléfono de mi amiga Giovanna despertó una tarde cuando casi había perdido la esperanza de encontrarla y cuando ya los limosneros de la estación Termini me llamaban por mi nombre. Sin pensarlo, me invitó a hospedarme en su hermoso departamento de Vía Cavour el cual compartía con su esposo Giuseppe y un felino que llevaba el nombre de una deidad médica: Apoteko. Así llegué por primera vez a una Roma que visitaría varias veces más en el curso de mi vida.
Es imposible conocer ninguna ciudad si no la caminamos o sufrimos lo suficiente. El escritor Walter Benjamin acostumbraba perderse en las ciudades para conocerlas. Lo hice así tantas veces hasta que descubrí que las ciudades no están hechas para perderse: todas en esencia se parecen con sus plazas concurridas o sus barrios oscuros o sus zonas rojas: no hay demasiado misterio en su trazo, aunque pueda haberlo en su música o en su comida.
Mi estancia mayor en Roma duró cerca de un mes, tiempo suficiente para aburrirme o comenzar a desconfiar de los italianos: no se requiere mucho tiempo para que nuestras fobias se expresen aun teniendo como escenario el más bello paisaje. Las mañanas en Plaza Navona sentado en una banca con un cuaderno en la mano o las tardes recostado en las escalinatas de Plaza España mirando pasar mujeres hermosas fueron asunto cotidiano de los primeros días. Después de caminar una ciudad hasta el cansancio uno debe tirarse durante varias horas para mirar la ciudad pasar: es un complemento necesario, pero también un acto de justicia. Baudrillard escribió en "Cool Memories" que en Italia los hombres son tiernos pero las mujeres jamás. La sensualidad de las italianas está llena de amargura porque están rodeadas de hombres quebrantados. Aun siendo ésta una descripción drástica no carece de verdad: el dominio que las italianas poseen sobre sus hombres se respira en el aire. Roma tiene ese aire de sensualidad arrogante que hace de ella una ciudad femenina. Los cientos de gatos que hermosos e infieles se pasean en el Coliseo me hacen pensar en Roma entera: tantas curvas en el cauce urbano del río Tevere no pueden ser gratuitas.
Los amigos que hice entonces me llevaban de paseo al Trastevere, un barrio bohemio cerca del río donde me hubiera aburrido tremendamente de no haber sido por una colombiana que bailaba en un modesto tugurio cercano a la Plaza Cosimato. Jamás visito los callejones o barrios bohemios porque son peligrosos: no sólo matan la imaginación sino que te ofrecen una imagen falsa de la ciudad y de la noche. Los distintos viajes que hice a Roma estuvieron marcados por la generosidad femenina: dos veces me hospedé en casa de Giovanna, donde nunca me faltó conversación y buen vino. Me hospedé también en un departamento en Aventino, propiedad de mi amiga Odette, una inglesa de semblante melancólico; y en una pequeña casa ubicada en Villa Borghese que me ofreciera Grazia, una boloñesa menuda y simpática que conocí en la Plaza Venezia. Sólo una compañía femenina puede remediar la angustia de estar tan lejos de casa.
Durante mi primera visita a Roma acostumbraba comer un par de veces a la semana en el comedor universitario, donde por unas cuantas liras quedaba más que satisfecho. En mis días más usureros, un express de 800 liras me quitaba el hambre buena parte del día. El café me evitaba suspirar cuando pasaba junto a un restaurante o una vieja trattoría: la comida italiana continúa seduciéndome por su esencia pecadora y su ordinaria pero estimulante sazón: después de una buena comida italiana uno vuelve al vientre de la mamma o descansa en una tumba satisfecho de haber vivido. Además del café me gustaba tomar agua de los bebederos públicos o comprarme una botella de vino para beberla en alguna plaza mientras ejercía mi oficio de mirón.
En ese entonces me gustaba decir que Roma era la capital más provinciana del mundo porque no había en ella esa ansiedad urbana de lanzarse al vacío: las noches eran sexuales e incluso orgiásticas pero jamás sucedía nada nuevo excepto, a veces, la moda. Esa fue mi experiencia que, por supuesto, espero echar abajo en un futuro próximo.
Mi primera noche en Roma después de un corto viaje en tren desde Pisa estuvo marcada por el frío callejero. En vista de que la estación de tren Roma Termini, cerraba a la una de la mañana, los "carabinieri" lanzaban a todos los indeseables a la calle. Era un rito cotidiano en todas las estaciones ferroviarias de Italia.
Para defenderse del frío, los vagabundos se apoderaban de los botes de basura cercanos a la estación y prendían fuego a su interior: así se calentaban mientras bebían de sus botellas de vino barato cantidades suficientes para dormir hasta media mañana.
Las primeras noches en Roma dormí al lado de todos estos "barboni" porque además de que el teléfono de mi único contacto en Roma estaba muerto, mis bolsillos eran bastante tímidos. Por suerte, el teléfono de mi amiga Giovanna despertó una tarde cuando casi había perdido la esperanza de encontrarla y cuando ya los limosneros de la estación Termini me llamaban por mi nombre. Sin pensarlo, me invitó a hospedarme en su hermoso departamento de Vía Cavour el cual compartía con su esposo Giuseppe y un felino que llevaba el nombre de una deidad médica: Apoteko. Así llegué por primera vez a una Roma que visitaría varias veces más en el curso de mi vida.
Es imposible conocer ninguna ciudad si no la caminamos o sufrimos lo suficiente. El escritor Walter Benjamin acostumbraba perderse en las ciudades para conocerlas. Lo hice así tantas veces hasta que descubrí que las ciudades no están hechas para perderse: todas en esencia se parecen con sus plazas concurridas o sus barrios oscuros o sus zonas rojas: no hay demasiado misterio en su trazo, aunque pueda haberlo en su música o en su comida.
Mi estancia mayor en Roma duró cerca de un mes, tiempo suficiente para aburrirme o comenzar a desconfiar de los italianos: no se requiere mucho tiempo para que nuestras fobias se expresen aun teniendo como escenario el más bello paisaje. Las mañanas en Plaza Navona sentado en una banca con un cuaderno en la mano o las tardes recostado en las escalinatas de Plaza España mirando pasar mujeres hermosas fueron asunto cotidiano de los primeros días. Después de caminar una ciudad hasta el cansancio uno debe tirarse durante varias horas para mirar la ciudad pasar: es un complemento necesario, pero también un acto de justicia. Baudrillard escribió en "Cool Memories" que en Italia los hombres son tiernos pero las mujeres jamás. La sensualidad de las italianas está llena de amargura porque están rodeadas de hombres quebrantados. Aun siendo ésta una descripción drástica no carece de verdad: el dominio que las italianas poseen sobre sus hombres se respira en el aire. Roma tiene ese aire de sensualidad arrogante que hace de ella una ciudad femenina. Los cientos de gatos que hermosos e infieles se pasean en el Coliseo me hacen pensar en Roma entera: tantas curvas en el cauce urbano del río Tevere no pueden ser gratuitas.
Los amigos que hice entonces me llevaban de paseo al Trastevere, un barrio bohemio cerca del río donde me hubiera aburrido tremendamente de no haber sido por una colombiana que bailaba en un modesto tugurio cercano a la Plaza Cosimato. Jamás visito los callejones o barrios bohemios porque son peligrosos: no sólo matan la imaginación sino que te ofrecen una imagen falsa de la ciudad y de la noche. Los distintos viajes que hice a Roma estuvieron marcados por la generosidad femenina: dos veces me hospedé en casa de Giovanna, donde nunca me faltó conversación y buen vino. Me hospedé también en un departamento en Aventino, propiedad de mi amiga Odette, una inglesa de semblante melancólico; y en una pequeña casa ubicada en Villa Borghese que me ofreciera Grazia, una boloñesa menuda y simpática que conocí en la Plaza Venezia. Sólo una compañía femenina puede remediar la angustia de estar tan lejos de casa.
Durante mi primera visita a Roma acostumbraba comer un par de veces a la semana en el comedor universitario, donde por unas cuantas liras quedaba más que satisfecho. En mis días más usureros, un express de 800 liras me quitaba el hambre buena parte del día. El café me evitaba suspirar cuando pasaba junto a un restaurante o una vieja trattoría: la comida italiana continúa seduciéndome por su esencia pecadora y su ordinaria pero estimulante sazón: después de una buena comida italiana uno vuelve al vientre de la mamma o descansa en una tumba satisfecho de haber vivido. Además del café me gustaba tomar agua de los bebederos públicos o comprarme una botella de vino para beberla en alguna plaza mientras ejercía mi oficio de mirón.
En ese entonces me gustaba decir que Roma era la capital más provinciana del mundo porque no había en ella esa ansiedad urbana de lanzarse al vacío: las noches eran sexuales e incluso orgiásticas pero jamás sucedía nada nuevo excepto, a veces, la moda. Esa fue mi experiencia que, por supuesto, espero echar abajo en un futuro próximo.