tag:blogger.com,1999:blog-41469482024-03-07T02:55:09.420-06:00Porqueríaun blog de Guillermo FadanelliGuillermohttp://www.blogger.com/profile/07197176382935427734noreply@blogger.comBlogger65125tag:blogger.com,1999:blog-4146948.post-43060053673261886572009-08-31T05:55:00.000-05:002009-08-31T05:56:46.837-05:00Entrevista<object width="445" height="364"><param name="movie" value="http://www.youtube.com/v/BZRpmwDwlFM&hl=es&fs=1&rel=0&border=1"></param><param name="allowFullScreen" value="true"></param><param name="allowscriptaccess" value="always"></param><embed src="http://www.youtube.com/v/BZRpmwDwlFM&hl=es&fs=1&rel=0&border=1" type="application/x-shockwave-flash" allowscriptaccess="always" allowfullscreen="true" width="445" height="364"></embed></object>Guillermohttp://www.blogger.com/profile/07197176382935427734noreply@blogger.com26tag:blogger.com,1999:blog-4146948.post-86500116124058888572009-08-31T04:59:00.000-05:002009-08-31T05:00:16.858-05:00TacañosSi el dinero marcha hacia el norte yo camino hacia el sur y si va hacia oriente me toma caminando en sentido contrario. Nada más no coincidimos. La cuestión es que mi sentido económico es tan torpe como el avestruz que quiere levantar el vuelo. La verdad es que no le encuentro gracia a acumular bienes y siempre que puedo reparto todo lo que me cae en las manos. Es un defecto personal y espero que mis amigos se enemisten conmigo antes de morirme porque en caso contrario les tocará pagar mi ataúd. En fin, quienes no poseen nada se pueden dar el lujo de ser generosos.<br />Esto de vivir con lo más mínimo es una obsesión que me acosa desde siempre. Como no tengo talento para ganar más de la cuenta entonces me invento una filosofía de acuerdo con mi condición. La tacañería es uno de los defectos más odiosos de las personas porque tarde o temprano termina contaminando todos sus actos. Los gestos de estreñimiento que los tacaños hacen a la hora de pagar la cuenta muestran que se les ha podrido el alma. Todo el placer que provoca una buena conversación se va a la coladera justo en ese momento. La simpatía se corrompe cuando el que tiene dinero se muestra reacio a ser generoso. Y, sin embargo, qué ingenuidad pensar que puede ser de otra manera.<br /><br />Los argumentos que usan los tacaños para escatimar su dinero suelen ser patéticos y desmesurados. No me imagino a qué clase de felicidad se hallan condenados si su roñería les impide caminar en el mundo con ligereza. El malestar que me provoca su presencia crece con los días y en mi personal bitácora de valores la tacañería se halla en el mismo nivel que la deslealtad. Aún así me gustaría hacer una excepción con la gente pobre. No sé si existan tacaños pobres, pero en caso de que así sea están perdonados de antemano. Tienen derecho a defender con los dientes lo poco que tienen y cicatear para ellos es más bien un acto de desesperación.<br /><br />Los codos son tan viles que pueden compartir una mesa con personas pobres y comer y beber opíparamente sin ningún remordimiento, cada moneda invertida en su satisfacción les provoca un dolor placentero, una felicidad incompleta y áspera. El tacaño visita poco el excusado e incluso esos momentos de liberación le causan un inmenso desasosiego. Su estómago es una caja fuerte y sus intestinos son estrechos y congestionados. Es un sistema cerrado perfecto: todo va hacia sí mismo. El tacaño del alma transmite un sentimiento de miseria que incluso poco tiene que ver con lo económico, es más una sensación de desaliento y asco al mismo tiempo. La vida para estos seres no es derrochar, sino acumular: pelea más que perdida cuando llega la muerte.<br /><br />Que una persona pueda meter en su cuenta de banco miles de millones de pesos de manera legal no es digno de admiración, sino sólo una muestra de que las leyes están mal hechas. Lo que sería motivo de admiración es que devolvieran ese dinero, pero el millonario es tacaño por constitución y sus acciones filantrópicas no son más que cortinas de humo para disimular su inmenso botín. En su particular sistema decimal la generosidad, la mesura y el saber vivir en común están desterrados. Es éste un caso especial de tacañería por omisión. Que admiremos a una persona porque aparece en una lista de millonarios importantes es un símbolo de primitivismo y en lo personal me causa desconsuelo y un enorme desaliento.<br /><br />El caso ridículo está representado por el tacaño que se convence a sí mismo de que no lo es. Se ha acostumbrado a su parquedad y posee extrañas concepciones de justicia. Está en guerra contra los otros porque ve en ellos enemigos potenciales, ladrones, vividores, ratas que roerán su estómago (su bóveda bancaria) y lo dejarán desnudo. Es curioso que se use el término disparar como sinónimo de invitar. Cuando el tacaño dispara, en realidad quiere asesinar a su invitado. Uno de los escritores más derrochadores y generosos que han existido nunca, Joseph Roth, bromeaba cuando la gente le preguntaba por qué razón se había convertido al catolicismo siendo un viejo. Decía que su decisión era parte de una estrategia: prefería que con su muerte fueran los católicos y no los judíos quienes perdieran a un adepto. Y así fue.Guillermohttp://www.blogger.com/profile/07197176382935427734noreply@blogger.com35tag:blogger.com,1999:blog-4146948.post-54436910916356929142009-08-24T05:07:00.000-05:002009-08-31T05:08:08.057-05:00Flores negrasMi dilema es un viejo dilema y no me pertenece del todo: me siento a escribir esta nota con la conciencia de que pierdo mi tiempo de un modo descarado. No le encuentro sentido a escribir en un diario acerca de literatura o arte cuando en el ambiente común se respira un aire de odio y desesperanza. Las miserias comunes, esas que según Rousseau unen a las personas y permiten estrechar los lazos humanos, aumentan en el presente hasta un punto en el que casi anulan las posibilidades de la creación. No recuerdo haber vivido antes una sensación tan intensa de inutilidad. Se me dirá que el mejor momento para que un escritor saque partido de la realidad es justo cuando las desgracias suceden, pero eso no me convence. En todo caso quiero que las desgracias me sucedan a mí, no a los demás.<br />Qué cómodo sería sentarse, como pintor de alameda, a esperar que el mundo desfile ante mis ojos, pero no es este mi caso. Los otros no nos dejarán en paz mientras sean desgraciados, de ninguna manera tendremos tanta suerte.<br /><br />Desde hace cuatro décadas escucho decir a los presidentes que debemos apretarnos el cinturón para soportar una nueva crisis (la metáfora del cinturón es esclarecedora y sugerente pues el cinturón podría apretarse en la cintura o en el cuello, según las circunstancias). A estas declaraciones siguen reacciones de protesta, nace un oso panda y se publican libros donde se exponen las causas de la miseria. Varios años más tarde vuelve a representarse la misma comedia, escena por escena y es entonces cuando nos damos cuenta de que el tiempo no transcurre en lo concerniente a la evolución de las cosas comunes. Es curioso que uno se quede calvo, se consuma por una enfermedad o pierda a sus amigos mientras que la corrupción política siempre se mantiene joven.<br /><br />Un escritor es en la actualidad un ser bastante extraño: escribe, al menos eso está claro, pero no tiene compromisos que le sean impuestos por una sociedad o una época. Él mismo se impone sus tareas y consume su vida intentando cumplirlas. Esto parece ser un asunto rebasado en las sociedades modernas y liberales: el asunto del escritor o el artista comprometido. Estamos hartos de esa querella un tanto ridícula. Y, sin embargo, el desasosiego regresa no en forma de la pregunta “¿Tiene el escritor o el artista un compromiso con su comunidad?”, sino en la forma de un predicamento íntimo que pone en entredicho el valor común de sus obras. En otras palabras: ¿para qué escribir novelas si cada palabra que aparece viene muerta? Y es así porque las obras “nacen” precisamente en un espacio común que está tan muerto que no es capaz de imaginar soluciones a sus problemas de justicia más agobiantes.<br /><br />Si las décadas se suceden y las crisis económicas y de justicia continúan, es que los fundamentos o cimientos no funcionan. Hasta un niño podría señalar en qué consisten los abusos y las causas de un estado de cosas semejante. La confianza en el otro está destruida de pies a cabeza y mientras ese lazo no sea restablecido, la tribu o la comunidad estará continuamente derrumbándose. Es una tarea utópica: en el caso de México son muchos países dentro de uno que no existe. Los políticos o empresarios voraces no renunciarán a sus prebendas y por lo tanto nunca comenzarán a trabajar realmente. Es también desalentador presenciar tantas muertes inútiles que se producen con el supuesto fin de hacer respetar las leyes cuando es notorio que las normas a respetar son idiotas o ideales en el peor sentido del término. Los vicios cruzan las paredes a su antojo: ¿que nadie ha enseñado a los gobernantes esta sencilla regla de vida?<br /><br />El desánimo crece en ambas direcciones: hacia lo exterior en forma de fracaso social y hacia lo interior en conciencia de arte muerto. Justo así nació la tradición romántica en las artes: la decepción que provocó en tantas personas el presenciar que tras las revoluciones o el anuncio de una nueva época la miseria política continuaba. ¿pero a quién puede importarle una definición en este momento? A nadie. Si tantas obras dedicadas a la realización de la buena convivencia humana han servido para tan poco (desde Séneca hasta Habermas, desde Rousseau hasta Rawls, desde Iván Illich hasta Octavio Paz), ¿qué pueden hacer unas pataletas escritas en un diario de un país que no es país?Guillermohttp://www.blogger.com/profile/07197176382935427734noreply@blogger.com8tag:blogger.com,1999:blog-4146948.post-60101955387466542552009-08-17T05:07:00.000-05:002009-08-31T05:07:35.474-05:00¿Sentido común?Hace décadas, cuando estudiaba ingeniería, me dio clases un profesor mal encarado y de aspecto temible. Tenía tan mala fama que la única persona que decidió inscribirse a su curso de diseño estructural fui yo, nada menos. Lo hice porque la escuela me aburría hasta el tuétano y de ningún modo me perdería la oportunidad de conocer a un ser interesante (sucede tan pocas veces en la vida). No transcurrieron demasiadas clases antes de que me percatara por qué los alumnos huían de este profesor como si transmitiera la peste: era un hombre a quien le interesaba pensar. Para él no pasaba inadvertido su descrédito entre los alumnos, aunque parecía no prestarles demasiada importancia. Se mofaba de ellos a la menor oportunidad y afirmaba que en el transcurso de la carrera estos alumnos perderían el sentido común. Es probable que, como Schopenhauer, mi profesor considerara simios a los alumnos que se resistían a sus clases, pero no creo que su opinión haya sido exagerada pues la experiencia nos dice que un buen número de personas involucionan entre más estudios o dinero acumulan. <br /> Renuncio a señalar en qué consiste tener sentido común o si es posible siquiera hablar de su existencia (quien esté interesado puede volver a Castiglione o a Juan Bautista Vico). El sentido común languidece cuando conocemos a seres humanos tan distintos entre sí que incluso las marcadas diferencias entre un rinoceronte y una oruga se antojan salvables. No sé cómo definir un concepto tan importante, pero sí diré que en la medida de lo posible hago todo lo que está en mis manos para vivir tranquilo. Cuando observo en las avenidas de la ciudad rodar a esas imponentes camionetas blindadas no puedo dejar de pensar que dentro viaja un insecto que ha picado a más de uno. Espero no ofender a nadie, más de lo que ofenden a simple vista estos vehículos atroces que se ostentan como emblema de poder y debilidad a un mismo tiempo. ¿Lo hacen para defenderse de los criminales? Esta es una de las respuestas más tontas e inconsistentes que he escuchado en mi vida. No sólo porque agazapados dentro de sus tanquetas (rodeados de escoltas que en potencia son secuestradores) los hombres acaudalados despiertan una atención desmesurada, sino porque si en realidad desearan vivir tranquilos renunciarían a sumar una densa hilera de ceros a sus cuentas bancarias. Del mismo modo que los alumnos de ingeniería a quienes fustigaba mi profesor, los “seres pudientes” arrojan el sentido común a la letrina apenas comienzan a ganar más dinero del que se necesita para dormir en paz. La sabiduría práctica o la prudencia no acompañan a estas ridículas manifestaciones de poder. Y un día, cuando menos se lo esperen.<br /> No quisiera meterme en terrenos de economía o comentar las parábolas que los hombres de negocios usan para justificarse (la somnolencia acabaría conmigo), ni comentar sobre los límites que debería imponerse el individuo que se considere a sí mismo libre. Aún así no puedo dejar de señalar la presencia, en la comunidad mexicana, de un sentido común cada vez más atrofiado. Es una paradoja que sean los grandes empresarios quienes encabecen movimientos sociales para reclamar protección a sus fortunas. Me imagino a una comadreja exhortando a las gallinas en una asamblea para oponerse a la depredación. ¿En qué momento la prudencia se esfumó de la vida en común? ¿Se fue una madrugada cuando todos dormíamos? Sé que mis vecinos me detestan a causa de mi antipatía, mi mal humor, mi arrogancia y mis pocos deseos de convivir con ellos, pero no van a intentar envenenarme y se han resignado a verme transitar por los pasillos. Si además de todos mis visibles defectos me convirtiera en millonario de la noche a la mañana lo mejor sería tapiar la puerta de mi casa y armarme en espera de una agresión, pues dudo mucho que los vecinos soportaran semejante afrenta. Si al menos fuera guapo. <br /> Concluyo: el problema de ser el único alumno en mi antiguo curso de diseño estructural es que cuando me ausentaba de clases, mi profesor se quedaba sin hablar con nadie. Se paseaba por el pasillo del edificio principal en la Facultad de Ingeniería mirando de reojo las aulas repletas donde otros profesores impartían cátedra. Se le notaba un hombre liberado.Guillermohttp://www.blogger.com/profile/07197176382935427734noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-4146948.post-29451070295350919972009-08-10T05:06:00.000-05:002009-08-31T05:07:04.361-05:00¿Polémicas?¿Qué caso tiene vencer en una discusión? Ninguno, acaso aumentarle un poco de peso a la vanidad. Porque si la única meta de la discusión es poner de rodillas a nuestro oponente entonces la conducta más sabia es retirarse de la mesa.<br />Sobra decir que después de una buena conversación uno se fortalece pues ha tenido oportunidad de asomarse a la vida moral de otra persona. Esto casi nunca sucede porque los oídos sordos son moneda común en estos días en que la "polémica" suele ser tan bien considerada. Una de las causas de esta sordera epidémica es el idealismo: un hombre quiere defender a toda costa sus principios aunque para eso tenga que valerse de crímenes o mentiras (cada vez que un hombre defiende sus ideales hasta las últimas consecuencias alguien sale lastimado). No me opongo a que para vivir con cierto orden o realizar sus proyectos las personas acumulen principios, pero de eso a poner cemento en sus oídos existe todo un abismo.<br /><br />No quiero hacerme el importante, pero creo poder reconocer a quienes en una discusión lo único que persiguen es recolectar adeptos o imponer sus opiniones. Y no les importa lo sutil o ingenioso de tus argumentos, a sus ojos sólo eres un aspirante a ser convertido, a formar parte de su ejército. Incluso creo ser capaz de reconocerlos cuando se disfrazan de seres tolerantes y comprensivos (son los peores). En opinión de algunos filósofos nuestros juicios éticos se reducen a lo siguiente: primero tenemos intuiciones y después intentamos imponerlas a quienes no poseen esas mismas intuiciones. Estoy seguro de que al leer este artículo más de uno ha pensado en esos religiosos que, libro divino en mano, van los domingos por la mañana tocando puertas para sepultar bajo el peso de sus teorías a los inocentes. Es verdad, aunque no se debe perder el sentido del humor en este caso. Recuerdo a una tía mía que se hallaba tan sola como un ornitorrinco y solía prepararse a conciencia cada domingo para recibir la visita de los evangelistas. Apenas abría la puerta los invitaba a pasar a su sala, les ofrecía limonada o galletas y en seguida comenzaba a discutir con ellos y a contradecirlos. Como después de varias horas ninguna de las posiciones cedía, los predicadores se marchaban exhaustos, pero orgullosos de haber intentado conducir a esa pobre vieja por el camino del bien. ¡Qué manera de prodigarse compañía! Fue una tragedia que después de un año los predicadores perdieran la paciencia y corrieran el rumor entre sus camaradas de que en esa casa no se hacía otra cosa que perder el tiempo. La tía volvió a quedarse sola.<br /><br />La gracia que me causan los predicadores no es de ninguna manera una falta de respeto hacia ellos. En cambio, los políticos y servidores públicos que fingen escuchar a las personas únicamente con el propósito de ganarse su confianza y esquilmarlos me parecen repugnantes. ¿Alguien conoce a uno? En tierra de sordos es comprensible que pasen montones de años y las polémicas que deberían propiciar bienestar y acuerdos causen justamente lo contrario. En fin, no añadiré más palabras a la desgracia y me concentraré por ahora en los celos. Los celos son cruciales para entender estos asuntos de la sordera. La conciencia de ser engañado no acepta lógica ni argumentos. El celoso escucha sólo lo que quiere escuchar y el desasosiego que le causa la traición imaginaria no le permite actuar con propiedad. Las palabras del traidor suenan siempre sospechosas. Yo he tenido miles de discusiones acerca de estas cuestiones (imaginen lo que deseen) y sé que los oídos del celoso están hechos de piedra.<br /><br />Si en una discusión se concibe al otro como un contrincante al que debe vencerse, ¿a qué horas van a resolverse los problemas comunes? Un polemista que sabe escuchar, dice Richard Rorty, espera que el otro posea mejores ideas que las suyas. No es sencillo: ¿cómo voy a reconocer que una opinión es más acertada que la mía? (en mi caso no hay problema porque cuando me pongo pesimista creo que el otro siempre tiene razón, y me olvido). No existen verdades absolutas, sino acuerdos que se vuelven verdades. Carajo, ahora el que predica soy yo y eso que apenas es lunes.Guillermohttp://www.blogger.com/profile/07197176382935427734noreply@blogger.com4tag:blogger.com,1999:blog-4146948.post-40507484878699490772009-08-03T05:06:00.000-05:002009-08-31T05:06:36.646-05:00La mala educaciónCuando las ideas que deseo expresar me parecen sencillas, más trabajo me cuesta ponerlas en palabras. Un lingüista me dirá: “lo que sucede es que no tienes ideas”. Un escritor me acusará: “lo que pasa es que no tienes palabras”. Ambos tendrán razón a su modo, pero yo permaneceré en la frontera de ambas opiniones y continuaré insistiendo. Se pelea duro en estas cuestiones de hacerse comprender, sobre todo cuando se ha tenido tan mala educación como la mía (no asistí a escuelas importantes y mis grados académicos brillan por su ausencia). Me consuelo pensando que si el hombre común necesitara un doctorado para reconocer una injusticia, entonces la sociedad se haría imposible: no podríamos distinguir entre una tragedia y una comedia.<br />Mis hermanos tienen ahora el mismo problema que acosó a mis padres cuando éramos niños: sus bolsillos no dan lo suficiente para que sus hijos puedan asistir a una escuela de renombre. Sin embargo, su preocupación es hasta cierto punto secundaria porque la educación no pasa necesariamente por la escuela y en la vida cotidiana uno prefiere a un vecino honrado que a un ladrón con estudios. En ausencia de dinero no tengo más remedio que dar consejos (una pésima costumbre) y persuadir a mis hermanos de que para educar bien a un niño es suficiente con prepararlo para que, desde ahora, no aumente más daños a su comunidad. Y si se desea llevar a cabo una tarea tan extenuante (mucha más compleja que obtener 20 licenciaturas) no está de más seguir unos modestos principios.<br /><br />Nunca olvidaré que antes de entrar a la escuela primaria (en ese tiempo el kínder era una frivolidad y desde mi opinión lo continúa siendo) yo sabía leer y escribir porque mi madre se tomaba un par de horas diarias para ponerme a picar piedra frente un cuaderno. Quien me dio la vida me puso también en el camino de la escritura, es decir me dio armas para intentar comprender el mundo que me rodeaba. Es probable que esa primera enseñanza me llevara en el futuro a convertirme en un autodidacta y a descubrir el hilo negro cientos de veces. No importa, al menos construí sentido desde mi experiencia y me goberné por mis propias reglas. El recuerdo de esa mujer, mi madre, (quien apenas si cursó unos años de escuela) tratando de iniciarme en los misterios del abecedario continúa siendo el fundamento de mis opiniones acerca de la educación.<br /><br />Richard Rorty, un filósofo de quien desconfía tanto la derecha como la izquierda (síntoma de salud), dice que la capacidad que tenemos de sentir compasión por el sufrimiento de los demás se encuentra por encima de la razón o el sentimiento religioso. Si uno le enseña a sus hijos (sigo con el relamido y empalagoso consejo a mis hermanos) a tener obligaciones frente a otras personas, a respetarlas, a no hacerlas sufrir y a respaldarlas cuando busquen deshacerse de los tiranos, entonces se puede estar seguro de que se ha caminado mucho más lejos que cuando se gastan fortunas para procurarles una educación “privilegiada”. Leer libros de buenos escritores, usar racionalmente la tecnología, hacerse de una conciencia ecológica, alejarse de la televisión abierta cuya programación es un insulto a la buena convivencia, intentar pensar por uno mismo, comprender que no existen verdades definitivas e intentar ser generoso con los más débiles, son los cimientos de una educación real para la que no se requiere más inversión que sensibilidad e intuición civil. Y para ayudarme un poco en esta perorata (el autodidacta nunca está seguro de lo que dice) citaré las palabras de un santo políglota que tiene muchos adeptos, George Steiner: “Ser culto requiere mucho más que erudición y elocuencia. Más que ninguna otra cosa significa cortesía y respeto. La cultura, como el amor, no posee la capacidad de exigir”. He aquí unos sencillos preceptos que podrían servir de guía para quienes no pueden pagar a sus hijos una “buena” educación y que tienen la desgracia de vivir en un país donde la enseñanza escolar pública de nivel básico se halla tan deteriorada. ¿Qué otro camino?Guillermohttp://www.blogger.com/profile/07197176382935427734noreply@blogger.com6tag:blogger.com,1999:blog-4146948.post-5774987467307639262009-07-27T05:05:00.000-05:002009-08-31T05:06:02.532-05:00El hombre humildeEl hombre humilde que se ve a sí mismo como un cero a la izquierda es el ser que más posibilidades tiene de conocer la bondad y convertirse en un hombre bueno. Esta es la conclusión de una filósofa que ha especulado profundamente acerca de la idea del bien, Iris Murdoch. Me parece una noción sensata, pero me pregunto cuántos hombres humildes he conocido en mi vida y me respondo: “son menos que los ornitorrincos.” En cambio, levantas una piedra y encuentras a un vanidoso que cree que el mundo sería distinto y estaría incompleto sin su presencia. Y estos no son los peores ya que existe una clase de personas aún más detestable: esos que pregonan su humildad cuando en realidad son fantoches envanecidos que intentan darnos lecciones de moral. Mi conclusión es por lo tanto algo diferente a la de Murdoch: si esperamos a que los humildes nos muestren el camino a la bondad estamos fritos.<br />Cada vez que veo a una mujer hermosa me dan ganas de llorar. Estas no son palabras de un filósofo, sino de un buen amigo expresadas en un momento de sinceridad e iluminación. Es una sensación tan real: la profunda melancolía que despierta una belleza que jamás será poseída. Sentado a la mesa de una terraza veo pasar a mi lado a una joven de piernas tensas y lisas, descubro su sonrisa en apariencia indefensa, su cintura derretida en sus caderas ondulantes y de súbito desvío la mirada e intento desterrar su imagen de mi mente. El sufrimiento es tanto que si tuviera suficiente valor me pondría a llorar como un niño que ha perdido a su madre en la multitud. Sin embargo, me decido por la hipocresía y aguardo a que la sensación de vacuidad se marche y enseguida me dirijo a mí mismo unas palabras de consuelo: la belleza no puede ser poseída, sino sólo contemplada desde el sufrimiento del ser finito. Por supuesto no digo estas tonterías, pero muevo la cabeza en señal de desesperanza y digo: ya viviste lo tuyo (que por cierto es el título de la autobiografía de Anthony Burgess: You´ve Had Your Time).<br /><br />Quisiera hacer una aclaración que viene a cuento: no soy de esa clase de hombres que mira descaradamente a las mujeres o las insulta con piropos obscenos. En una ciudad plagada de criminales urbanos como la nuestra en donde la cobardía es un deporte ampliamente practicado, las mujeres sufren de un acoso constante e incluso han tenido que disimular su belleza para no ser denostadas en la vía pública. Por el contrario, yo intento imaginarme que ellas son fantasmas que mis ojos no pueden reconocer y sólo en contadas ocasiones, cuando es imposible escapar, intercambio con las desconocidas una mirada que de inmediato me hace sentir arrepentido. ¿Me las estoy dando de santo? ¿Les parezco un párroco de pueblo? Es posible, pero como repito a menudo: una buena teoría hace que nuestros actos sean menos idiotas de lo que regularmente son. Y en el caso de las mujeres que mis amigos aman suelo comportarme de una manera mucho más radical. Me convierto en un ser cortés que se suicidaría antes de cometer una fechoría que pusiera en peligro la calma momentánea que permite a los amigos reunirnos en una mesa a charlar y a esperar la muerte con la conciencia de ser queridos. Nada como eso.<br /><br />Se preguntarán qué tienen que ver los hombres humildes con mis obsesiones personales. Yo también me lo pregunto e intentaré aclarar esta relación: el hombre bueno es el que nos brinda su ausencia, el que desaparece y nos permite caminar libremente. Contra el vanidoso que nos abruma con sus éxitos o el cobarde que persigue y acosa mujeres prefiero al hombre mediocre que no hace daño a nadie y que considera que su presencia casi siempre es innecesaria. Dice Murdoch de los seres humanos que somos animales movidos por la ansiedad de un ego que nos oculta parcialmente el mundo. Y sólo el hombre humilde y sensato podrá a través del amor encontrar una idea del bien que le sea propicia para vivir. No sé si estas palabras me convencen del todo pues a mí no me importa que las personas sean buenas o malas mientras respeten a los demás y hagan lo posible por comportarse como ceros a la izquierda. El hombre cortés, desde mi punto de vista, está por encima del animal bondadoso. La cortesía y la mesura hacen que los hombres sean buenos aunque en el fondo sean bestias. Y eso ya es mucho.Guillermohttp://www.blogger.com/profile/07197176382935427734noreply@blogger.com4tag:blogger.com,1999:blog-4146948.post-62996666174189391762009-07-20T05:10:00.000-05:002009-08-31T05:11:33.064-05:00Persona non grataLas mujeres de mis amigos son un misterio para mí: un enigma que no es sencillo desentrañar. Cierto día de junio espero a un amigo en la cantina para tomarnos un trago y aparece acompañado de una mujer que, según me dice, es su nuevo amor. La cortesía me impide hacer comentarios al respecto e intento comportarme lo más distante posible debido a que descubro en las pupilas de mi amigo una amenaza que en palabras puede traducirse del modo siguiente: “si haces uno de tus estúpidos comentarios acerca de las mujeres, nuestra amistad se acaba”. En ocasiones, las pupilas no amenazan sino que me suplican: “no se te ocurra decir nada comprometedor porque no sabes de lo que esta mujer es capaz”. Mis amigos no tienen razones para preocuparse, ya que trato por todos los medios de ser tan mustio como ellos.<br />Entre mis tribulaciones más graves se encuentra el hecho de considerar la amistad como la única relación afectiva en verdad humana. Cuando los amores se suicidan o encuentran sus límites muy temprano, me alegra el haber conservado mis amistades a salvo: de lo contrario me marcharía a la tumba con las manos vacías. Ningún sacrificio es suficiente si de conservar a nuestros amigos se trata. Lo primero que un hombre alerta hace a este respecto es desterrar el ánimo competitivo. La rivalidad entre amigos puede ser estimulante o tener sentido humano mientras sea sólo un pasatiempo que no ofenda a quienes queremos. De lo contrario es una patanería más que oscurece el horizonte.<br /><br />Regresando: cada vez que un amigo me presenta a su nueva amante me pongo a temblar. Sobre todo cuando ella me observa o sopesa mis comentarios con el fin de desaprobarme. En verdad se sufre. No obstante su desprecio, las mujeres no escucharán de mi boca jamás un juicio malvado. Lo que me intimida, en realidad, es ese delicado poder que ellas poseen para reducir a varios de mis amigos a migajas que hasta las palomas hambrientas despreciarían. No aceptaré que mis palabras se malentiendan: conozco la gravedad de una seducción femenina y es cierto que en una situación extrema desollaría a todos mis amigos a cambio de las caricias o la atención de una mujer. Sin embargo, uno debe estar preparado para no llevar a cabo acciones tan injustas: el único atenuante para cometer tamaño disparate (pasar sobre una amistad para ir en pos de la conquista femenina) es que uno se vea envuelto de repente en el laberinto de un amor trágico. Entonces no sólo se merece el perdón, sino la admiración y el pésame. “Todas las grandes pasiones son desesperadas: no tienen ninguna esperanza porque en ese caso no serían pasiones, sino acuerdos, negocios razonables, comercio de insignificancias”, palabras que Sándor Márai ha puesto en boca de uno de sus personajes. Y no las olvido.<br /><br />Son tan pocos los amigos que se comportan de la misma manera estando o no en compañía de una mujer, que suelo considerarlos seres excepcionales. Los respeto porque no sólo creen en el individuo, sino que se esfuerzan en llevar a cabo su propia vida sin necesidad de rendir cuentas a sus grandes amores. En la amistad el individuo hace de la conciencia de la soledad un refugio y un arma pasajera para combatir el tiempo. En cambio, las parejas de amantes o esposos pierden la batalla desde el principio: la suma de ambos es menos que uno. Es indigesto el tono moralista que poseen mis palabras, pero conforme pasan los años creo que es mejor escribir como un viejo irresponsable que como un doctor especialista. Por cierto, a ninguno de los amigos que he perdido le guardo rencor alguno (el tiempo ha jugado contra nosotros).<br /><br />No he comentado la amistad femenina ni la que se produce entre seres de sexos divergentes porque este es un breve artículo perdido en medio de un millar de hojas, no un tratado acerca de la amistad. Lo que estas notas quieren decir es que son tantos los casos en que tu pareja te vuelve tan vulnerable e insípido, que para conservar un poco de gracia lo mejor sería largarte a vivir a una ermita. Quizás debido a estas opiniones las mujeres de varios amigos me miran con extrema suspicacia y desean cuanto antes verme en el exilio. Yo evito defenderme: cada quien elegirá qué clase de cuerda va a enredarse en el cuello.Guillermohttp://www.blogger.com/profile/07197176382935427734noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-4146948.post-46494365985029232162009-07-13T05:11:00.000-05:002009-08-31T05:12:07.485-05:00ArroganteSesenta años han pasado desde que Robert Walser se quejara de los aburridos ladrillos con que los escritores aterrorizaban a los lectores. Odiaba los ademanes imperiales de la literatura.<br />No negaré que estas tímidas objeciones me han despertado nostalgia y ternura al mismo tiempo. Al menos en ese entonces la literatura podía hacerse la importante; en cambio hoy los aburridos ladrillos continúan, pero las letras representan sólo uno más entre tantos oficios que se disipan en la confusión de una época marcada por la tecnología y las comunicaciones (es decir, una época de nueva barbarie). Me ha causado curiosidad que en varios círculos la palabra "intelectual" se considere casi un insulto e incluso se use para descalificar la opinión o la calidad moral de una persona. Me parece que esta aversión posee dos aristas evidentes: la primera es que se considera al intelectual un ser que se ubica fuera de la realidad (Y aquel que de leer tiene más uso / De ver letreros sólo esta confuso): es decir, su saber pertenece a un mundo utópico. La segunda causa del encono producido por lo "intelectual" es que en estos tiempos se valora más el actuar que el pensar. Sin duda la aceleración del tiempo histórico nos ha llevado a ser puro movimiento (acción ensimismada e idiota).<br /><br />No hace más de una semana escuché a un renombrado artista visual ufanarse de no leer novelas ni ensayos y decir que sólo prestaba atención a textos relacionados exclusivamente con su oficio. Acto seguido, pasó a disertar acerca de la importancia de las artes usando conceptos (en realidad palabras) que ni él mismo comprendía y opiniones que habrían hecho sonrojar a Kant cuando tenía tres años. No muchos días antes, mientras comía en una cantina, escuché a una persona de la mesa vecina afirmar que los intelectuales eran arrogantes y, por lo tanto, lo más conveniente era hacerles el vacío: desterrarlos. Una vez que sus compañeros asintieron el juicio lapidario continuaron hablando sobre política hasta que horas después estuvieron a punto de llegar a las manos. Sobra decir que su discusión no era más que un conjunto de opiniones sin ningún sustento y expresadas con tanta arrogancia que harían parecer al intelectual más pedante un manso cordero en medio de una manada de lobos. Y me pregunto si no es más arrogante aquel que cree inventar de nuevo el mundo y desprecia a quienes antes que él han pensado y especulado sobre los mismos asuntos.<br /><br />Restando unas cuantas penosas excepciones de las que nunca me arrepentiré lo suficiente, hace tiempo que he renunciado a aceptar invitaciones para acudir a la televisión. Me niego a participar en esa caravana de la ignominia porque el individuo se disuelve en aras de la exhibición y porque las personas comienzan a respetarte sólo porque tu espantoso rostro se multiplica en la pantalla como un virus. La televisión cultural —como suele llamársele para acentuar su diferencia—, además de debilitar la imagen del intelectual, es en buena parte provinciana e ingenua ya que se inclina por el saber enciclopédico y desprecia el estímulo reflexivo y la promoción del desorden intelectual. Y cuando hablo de desorden aludo a la capacidad que tienen los seres humanos de quebrantar sus propias convicciones y fundamentos en pos de crear maneras alternativas para imaginar y poblar el mundo en el que vivimos.<br /><br />Cuando Heidegger, en su Carta al humanismo, señaló que la preocupación de los intelectuales por la cultura les impide pensar y darse a la tarea de profundizar en el conocimiento estaba siendo demasiado idealista, sin embargo abordó un problema todavía vigente. En una época de crisis permanente, la televisión ofrece una imagen de "cultura" bastante timorata (entrevistas tediosas, horas y horas consumidas para diferenciar la palabra jamón de la palabra mamón, jóvenes pedantes que apenas han leído dos libros y ya nos dan lecciones de historia de la literatura, programas banales que intentan demostrarnos que la cultura puede ser divertida): se privilegia la decoración y la gramática sobre la reflexión y el desorden que produce el conocimiento. Las excepciones son numerosas, pero son sepultadas por la miseria intelectual que, en televisión, es una constante. En fin, termino aquí y me marcho a cultivar mi arrogancia en otra parte.Guillermohttp://www.blogger.com/profile/07197176382935427734noreply@blogger.com4tag:blogger.com,1999:blog-4146948.post-85845865134791973842009-07-06T05:12:00.000-05:002009-08-31T05:12:40.592-05:00La autoridad de los muertosSi una obsesión ha marcado mi vida desde el día de mi nacimiento (que en mi caso fue a los veinticuatro años) ha sido la de no imponer mi palabra a los demás. No sólo porque considero que mis opiniones respecto a todos los temas son débiles e insuficientes, sino porque creo que las personas son en verdad otras personas. Por lo tanto, además de respetar mis diferencias con ellas trato de mantenerme a una buena distancia de quienes intentan pensar por mí o tomar decisiones en mi nombre (no tienen ningún derecho a hacer esto aun cuando puedan tener razón). Una buena manera de salvar el honor es carecer de poder y dedicarse a actividades que no dañen al resto de las personas (asunto complicado dada la promiscuidad en que vivimos). Volverme poderoso sería un insulto que no creo merecer y dedicar la vida a acumular dinero me pondría más cerca de los animales que de los seres pensantes (escribir una columna pasajera o publicar novelas son actividades que en realidad no hacen daño a nadie, excepto a quien las realiza). En fin, lo que quiero decir es que la autoridad no se impone, sino se reconoce y que es más sano reconocer la autoridad en los muertos que en los vivos.<br />Cuando era joven pensaba exactamente lo contrario: dado que procuraba hacerme de un lugar en el mundo hasta los muertos me estorbaban. Me preguntaba por qué razón debía leer libros de personas muertas si había tantos escritores vivos deseosos de ser conocidos: “es una injusticia”, concluía arrogante. Esta aversión hacia los difuntos aumentó cuando comencé a colaborar en el suplemento Sábado, de Huberto Batis: cada vez que una celebridad literaria moría, el suplemento dedicaba varias páginas a su reconocimiento y los primeros artículos que posponían para su publicación eran los míos. El tiempo, como había de esperarse, me puso en mi sitio y comprendí que los muertos son más simpáticos que los vivos, y que los contemporáneos no necesariamente son quienes coinciden en una misma época. Como se lee en el Fedro, de Platón, las palabras en sí mismas no contienen sabiduría, sino que producen saber cuando son expresadas a las personas adecuadas en un momento preciso.<br /><br />Por razones oscuras, entre mis amistades se encuentra un buen número de personas jóvenes. Lo mismo sucede cuando cometo el error de aceptar una invitación para hablar en público: me percato que me es bastante sencillo entenderme con personas que acaban de salir del cascarón. Yo creo que esto es posible porque no les tengo ningún respeto a priori: quiero decir que para mí los jóvenes no son empalagosas metáforas del futuro, ni mucho menos representan la esperanza de nada. Lo que nos une es que tenemos la desgracia de navegar en el mismo barco y de soportar las mismas calamidades (estructuras políticas y autoritarias que nos hacen civilmente incompletos). Y no obstante estas palabras —un tanto desdeñosas—, mi experiencia me ha dado una buena noticia: advierto en bastantes jóvenes un aburrimiento absoluto y una desconfianza intuitiva hacia los ardides políticos con los que se han querido ocultar los principios de libertad y equidad necesarios en cualquier democracia de raíces liberales. No añadiré más pues los lectores a estas alturas deben vomitar el tema, pero no quería dejar de decir que encuentro más saludable para la sociedad a un joven que duda, cuestiona y reflexiona que a uno que vota (votar tal como están las cosas es un acto nulo en sí mismo).<br /><br />Termino citando una idea de Paul Feyerabend quien, efectivamente, es un escritor antipático: dice que a los jóvenes no habría que protegerlos de la falsedad, sino también de la verdad (dogmas, ideologías, etc...), pues en caso contrario nunca estarán en condiciones de tomar una decisión libremente, ni de poder superar los errores de su tiempo. Suena bien, ¿pero es posible poner esta sentencia en práctica? No tengo dudas de que es posible, incluso con las personas que la televisión echa a perder diariamente.Guillermohttp://www.blogger.com/profile/07197176382935427734noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-4146948.post-90801285586103163192009-06-29T05:12:00.000-05:002009-08-31T05:13:09.337-05:00Y entonces será lo mismoDe pronto he tenido un presentimiento, una premonición que es al mismo tiempo conciencia del pasado y aceptación de un destino inevitable. Dentro de 20 años (entonces estaré más muerto que una medusa) abriré el periódico y me encontraré exactamente con las mismas noticias de esta mañana: los mismos criminales, la misma basura mediática, el presidente comprometido, la pobreza de siempre. Y entonces habrá un ingenuo que se rebelará y concebirá la idea de un futuro menos desastroso. Veinte años después este hombre ingenuo leerá el periódico y un presentimiento lo dejará perplejo. Tendrá la sensación de ser un barco encallado que jamás volverá a navegar y se preguntará si en verdad es posible no ser lo que se es. La respuesta que se dará a si mismo lo dejará insatisfecho porque ningún buen argumento es capaz de paliar la angustia que provoca ser una víctima más de la estupidez y el tiempo: acaso el matrimonio —tiempo y estupidez— más cruel de todos los que se han formado sobre la tierra.<br />La conciencia de haber sido engañado comienza a incubarse demasiado pronto, basta leer un periódico, mirarse al espejo u observar las primeras arrugas de una mujer hermosa: es ésta una comparación demasiado osada e incluso timorata porque la belleza es la debilidad del tiempo, su equivocación y su huella más honrada. Por el contrario, los periódicos o noticieros parecen ser una prueba de la inmovilidad a la que nos condena el estar vivos. Exagero, como es mi costumbre, pero me consuela pensar que la escritura es justo la exageración de los simios, su afán de ser distintos al resto de los seres. La escritura es condena y privilegio de los que dudan (extraña manera de dudar la de imprimir símbolos en los papeles).<br /><br />Me es bastante complicado, se los confieso, separar mis habilidades personales del mundo en el que éstas se expresan (mi deber y mi ser se confunden entre sí como abominables siameses) y mi sentido de la justicia (equivocado, por supuesto) no me deja dormir en paz. Sin embargo, las noticias cotidianas son un antídoto incomparable contra la rebelión y una muestra de que el pasado no se ha marchará nunca. Y la frase de Voltaire vuelve a resonar en mi cabeza: “Nadie ha encontrado ni encontrará jamás”. ¿Es conveniente pensar de este modo cuando todavía me quedan varios años de vida? Claro que no, concebir las cosas así es entregarse a una tortura constante y renunciar a ese mínimo entusiasmo que, para estar sanas, requieren hasta las plantas más feas.<br /><br />“No te preocupes, todo va a salir mal”, estas palabras son tan consoladoras como una mujer dormida y las he puesto en práctica cada vez que me embarco en un proyecto idiota (dos palabras que a oídos de un hombre sabio significan exactamente lo mismo). Lo que menos deseo con estas declaraciones es procurarme un confort retórico o usar la literatura para hacerme el interesante. Lo que quiero es construir un principio que a lo largo de los años se imponga por su propio peso: uno se muere a ciegas. El pesimismo no es mi fuerte y en todo caso la literatura es un pretexto para hacer un poco de ruido y poner a parir a las gallinas, pero si mis palabras son capaces de decir lo que intentan decir, entonces me doy yo mismo un consejo: los idiotas ganarán la partida y lo más apropiado es buscar una butaca para celebrar su victoria. Quizás, como sospechaba Camus, el conformista es el único que ha comprendido la realidad. Y me aterra estar tan de acuerdo.<br /><br />Y las noticias seguirán abriéndose paso ante nosotros: el atentado ecológico, la adolescente en calzones que hace su presentación frente a las cámaras, el líder sindical comiendo en un restaurante exclusivo, el debate entre los políticos, la desgracia en una colonia pobre, el juez que absuelve a los criminales, el secuestro de un empresario, el salvador de la patria, ¿no nos cansamos de tanta miseria? Es evidente que no: nada cambiará en los años que vienen y en la vejez, cuando abramos de nuevo el periódico, nos encontraremos que el mundo no se ha movido siquiera un par de centímetros.Guillermohttp://www.blogger.com/profile/07197176382935427734noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-4146948.post-3795776857371635412009-06-22T05:13:00.000-05:002009-08-31T05:13:56.290-05:00Vida de perrosPara un escritor que ha vivido toda su vida entre palabras, los actos se vuelven cada vez más importantes a la hora de valorar las promesas o los argumentos de las personas (obras son amores). Después de haber leído tantas tramas y de ser testigo de infinidad de confabulaciones literarias, la experiencia me indica que en la vida diaria una buena retórica debe ser acompañada todas las veces por actos humanos que den sentido a las palabras. Entre desconocidos no son las bellas oraciones las que dan constancia de la amistad o el respeto, sino más bien los actos. Y cuando la desconfianza se vuelve endémica y los otros se convierten en el enemigo, sólo los actos son capaces de provocar un respiro o una cierta calma entre los extraños que deben verse la cara aun cuando no lo deseen.<br />A diferencia de lo que se cree comúnmente, las palabras sólo tienen peso en la literatura. En lo cotidiano se vuelven endebles, se traicionan, tropiezan entre ellas, se acobardan y nos hacen llevar una vida de perros (de perros, no de mascotas). Para evitar tan oscuro horizonte lo que más conviene es sumar peso a tanta palabrería sin cuerpo e intentar que la ética sea también una suma de actos que convivan al lado de algunos sencillos principios de comportamiento. Y estoy en mi derecho de afirmar que me importa poco lo que otros opinen o argumenten porque a estas alturas del partido es posible escuchar cualquier tontería expresada con estudiada solemnidad o con estadísticas que de tan serias se vuelven cómicas. Lo que me importa de los otros es lo que hacen.<br /><br />En La soberanía del bien, Iris Murdoch se ocupa un rato de este asunto (el de contemplar los actos como valores) y propone un problema que bien mirado está entre nosotros desde el principio de los tiempos. ¿Existe relación entre lo que sucede en el interior de nuestra mente y lo que decimos o hacemos en el mundo externo? ¿En realidad sabemos algo de lo que decimos? Imaginen un enorme número de respuestas posibles y por más profundo que sea el diagnóstico siempre quedaremos un poco a oscuras. Así las cosas, lo que a mí como ciudadano o habitante de una aldea me importa no es lo que los otros piensen o digan, sino lo que hacen: si desean prenderse fuego o si piensan que la mitad de la humanidad es innecesaria no me concierne. Mientras sus actos me indiquen que puedo tenerles confianza y que no me harán daño estaré hasta cierto punto tranquilo.<br /><br />Vivir unos años más de lo correcto me ha llevado a comprobar una obviedad: que la erosión de los amores y de las amistades es acaso la prueba más dolorosa de que el tiempo existe. Y es entonces cuando no quiero recordar ni visitar el cementerio en que se ha convertido mi memoria: a cado paso un muerto o una decepción. Cuando las amistades terminan tomo de inmediato la responsabilidad de la desgracia, aunque no se me olvida que el tiempo es cómplice en todas estas vicisitudes. Y cuando la caída comienza a ser evidente es que los actos han tomado un camino y otro las palabras. Por eso no conservo casi nada de mi pasado, unas cuantas cartas de mujeres que decían amarme más allá de la miseria a la que nos condenan los años y que ahora ni siquiera me recuerdan. Ni decir que el momento más honrado de nuestra relación fue cuando todo en estas personas —acto y pensamiento vuelto palabras— caminó en una sola dirección.<br /><br />Si esto sucede en las pasiones amorosas, ¿qué puede esperarse entonces de los extraños? En caso de optimismo uno espera de ellos actos honrados capaces de convencernos de que no estamos en compañía de depredadores. A un político de esos que ensucian el ambiente con su presencia no se le pregunta qué piensa o qué promete sino cómo vive y cuál es la calidad civil de sus actos. Se le pregunta si vive de manera tan modesta como la gente a la que exige su voto (el ascetismo en tiempos de glotonería es un camino que nadie desea tomar). Me detengo, en realidad la única aportación que pueden hacer los políticos mexicanos a la causa de la moralidad pública —ahora que además se han agrupado en un despotismo de partidos— es su desaparición: marcharse y dedicarse a la horticultura o a quitar escamas a los pescados. Tengo la impresión de que vamos dentro de un tren sin ventanas. Y es hora de bajarse.Guillermohttp://www.blogger.com/profile/07197176382935427734noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4146948.post-14188355506188428612009-06-15T05:14:00.000-05:002009-08-31T05:14:28.724-05:00Una pausa“Somos un bípedo capaz de un sadismo indescriptible, de ferocidad territorial, de todo género de codicia, vulgaridad y abyección”, así describió al ser humano George Steiner. Y me imagino que cuando escribió estas palabras se hallaba de mal humor o al menos desesperado. Lo comprendo porque es mi estado de ánimo cotidiano. Desde joven quise ser un cascarrabias y creo que lo he logrado ampliamente (debe tenerse cuidado con lo que se desea en la juventud porque puede cumplirse). Y cuando mi mal humor se desvanece e intento ser más benigno en mis juicios me percato de que el dinosaurio todavía sigue en el mismo sitio. Los seres humanos siguen siendo como los describe Steiner, aun cuando uno vea las cosas desde una buena butaca.<br />Después de los 40 años somos duros, brutos y holgazanes, me comentó un amigo que no pierde tiempo en sutilezas. No es una sentencia demasiado elaborada, pero estuve de acuerdo unos segundos con ella. Las palabras que usamos para describir el mundo en que vivimos han sido siempre parciales y misteriosas. A veces conviene más un buen insulto que una mala descripción, así por lo menos damos cierta tranquilidad a nuestro espíritu. Y nadie va a negarme que las malas descripciones abundan y que tanta comunicación ha vuelto menos sensibles a las personas. Los políticos no sólo han acabado con cualquier posibilidad de convivencia, también han hecho inútiles las palabras: no se puede construir sobre el vacío o la mentira. Los comunicadores trabajan también arduamente para transmitir el vacío, están en los medios a todas horas y uno se pregunta si tienen tiempo para leer o meditar sus palabras. El propósito de tanta opinión es colmar el espacio y no permitir la pausa, mantenernos dentro del escenario sin descansar un solo minuto.<br /><br />Supongamos que renuncio a que otros piensen en mi nombre y decido hacerme cargo yo mismo del asunto. Por lo menos necesito una pausa, y no me refiero a una pausa modesta sino a una inmensa que me salve de las tonterías con que se bombardea a la gente todos los días. Sé que la tumba es un buen sitio para resguardarse del ruido, pero como están las cosas dudo que nos dejen en paz incluso en la fosa. Comprendo ahora la sorpresa de Robert Walser cuando en 1944 se sorprendía por el deseo nómada de las personas: “Hoy se viaja demasiado. La gente parte en bandadas hacia tierras extrañas, sin temor, como si fueran legítimos propietarios”. De la misma manera me sorprende que, en estos días, bandadas de personas opinen sin ningún temor, nos muestren su rostro en carteles que ensombrecen hasta los barrios más feos y nos hablen como si fuéramos seres cuyos sentimientos son del dominio público. Para hacer frente a estos embates, lo más apropiado sería hacer una pausa que, en su acepción más extrema, podría convertirse también en una franca renuncia.<br /><br />La lectura de buenos libros o el cultivo de la amistad son tareas personales más importantes que poner atención a las campañas políticas de hombres sin escrúpulos y sin conocimiento real de los seres humanos. Ya es suficiente con no hacer mal a los demás como para verse empujado a participar en tan malos espectáculos civiles: la pausa o el destierro voluntario son hoy más bienvenidos que nunca. No se trata de unas simples vacaciones para volver de nuevo al camino, sino de la construcción de remansos o caminos alternativos a los comunes. ¿Cuáles son estos caminos? No lo sé. La importancia que se otorga a las cosas es decisión de cada persona. Y creo que es en esa necesaria pausa donde uno puede inventar salidas a las crisis civiles. Las palabras de Steiner que cité al comienzo de estas notas son comprensibles porque muestran la desesperación del humanista ante la barbarie comunicativa y supuestamente democrática en la que vivimos. Es impotencia y desconsuelo. Y también un magnífico motivo para seguir cultivando el mal humor.Guillermohttp://www.blogger.com/profile/07197176382935427734noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4146948.post-77916284439708775822009-06-08T05:14:00.000-05:002009-08-31T05:15:08.870-05:00Viene BerlusconiLa risa y el olvido serían formas bastante elegantes para enfrentar el mundo que habitamos. Sin embargo, se insiste en la argumentación razonada, el estudio minucioso y el análisis de los hechos. Un desperdicio, sin duda, este de los hombres pensantes que son mal vistos y despreciados por la sociedad en la que viven. Fracaso semejante se parece mucho a un destino, es cierto, pero no deja de ser desolador. Me encamino de nuevo a otro suicidio, pero además de ser mi costumbre, creo que es una manera honrada de vivir, así que entremos de lleno en este penoso asunto. Hace varios días uno de los dos monopolios de la televisión mexicana puso en marcha una campaña para limpiar las calles de basura. El propietario del consorcio encabezó las brigadas levanta papeles y aprovechó para dar un mensaje a los televidentes sobre la conveniencia de no ensuciar el espacio público. Qué acción loable la de estas personas, usar un medio reservado al lucro y al entretenimiento para hacer un poco de bien a su sociedad. ¿Y la otra basura?, nos preguntamos los ingenuos, la que sepulta el entendimiento de las personas y que merma su capacidad de comprender, ¿cuándo comenzaremos a barrerla?<br />Silvio Berlusconi, el impúdico, nos ha demostrado que todo se puede, que cuando una programación está en el aire, como un virus no hay vacuna que pueda remediar los males. La manipulación de los enfermos es el negocio del primer ministro italiano y de sus empresas de comunicación. Enamorar adolescentes o proponer a sus amantes para puestos de elección popular es el pasatiempo de un monarca que no encuentra oposición a sus actos. ¿Por qué Italia ha permitido esta puesta en escena? Es probable que Berlusconi represente el verdadero sentir de la sociedad italiana y en ausencia de una oposición política ha dado por un hecho que el país es su casa. ¿Pero tiene sentido hacer una crítica del espectáculo? Sea una crítica formada en el cinismo posmoderno (Baudrillard) o una que conserve la visión humanista de cultura y comunicación (Sartori), carece de importancia si ésta no encuentra receptores en las personas comunes y en los políticos que dicen representarlas (que los intelectuales ladren, nosotros sí sabemos lo que quiere la gente).<br /><br />Los funerales de Fellini se llevan a cabo todos los días en la vida política italiana. La comedia sorprende a Europa porque en casi todos los países de su comunidad Berlusconi habría tenido ya que renunciar. Una sociedad no puede sobrevivir si no respeta la capacidad de razón de sus miembros. Y la razón quiere decir diversidad, diferencia y capacidad para saber lo que le conviene a cada quien. ¿Y en México? Sin caer en abismos dramáticos a la italiana diré que estamos peor que los romanos actuales. El virus que ataca a los televidentes carece de control, se mueve en completa libertad y sus efectos crean, como lo ha sostenido Sartori, una regresión fundamental: han empobrecido la capacidad de entender de las personas. Frente a esto las campañas para levantar papeles en las calles son una burla a la Berlusconi.<br /><br />Este es un breve artículo que no tendrá ninguna repercusión (a eso me refería cuando hablaba del fracaso como destino), pero es justo expresar el sentimiento de desasosiego e impotencia que me causan las historias que acabo de narrar, aún siendo un pesimista sin remedio. Si la televisión es la que educa, entonces tiene grandes responsabilidades, y estas no son levantar basura, sino evitar su difusión. Las televisoras no han inventado el país como sí lo hicieron su cultura y sus revoluciones, pero lo transforman a su conveniencia. En vista de que el congreso carece de poder para evitar que el síndrome Berlusconi y su virus mutante nos azoten y de que la señal en el aire será vehículo para la difusión de la enfermedad, volveré a practicar esas formas tan elegantes y prácticas de supervivencia: la risa y el olvido.Guillermohttp://www.blogger.com/profile/07197176382935427734noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4146948.post-13788218099289980942009-06-01T05:15:00.000-05:002009-08-31T05:15:38.733-05:00Un premio muy merecidoOlvidemos por esta vez los rodeos y ensayemos un juicio sumario: en realidad los premios son bastante humillantes, una ruidosa manera de patear el alma de las personas sensibles y una forma de transgredir su intimidad. No encuentro una relación amable entre escribir un libro y ser exhibido por esta causa. Una noche de enero las miradas curiosas se posan en el escritor recién premiado, lo arrancan de su silla y lo convencen de que su labor debe ser reconocida más allá de la lectura: su rostro se vuelve moneda de cambio y el mundo está en paz por un momento. Después de crear estas profundas grietas en el ser íntimo del autor viene otra calamidad: los falsos lectores (esos que leen un par de páginas para estar al tanto) comienzan a hacer su trabajo, loan lo desconocido y aumentan la confusión. Entonces, como si fuera un Cristo, el premiado camina seguido de una estela de nuevos lectores, lisiados, miopes, iluminados, que lo han bajado de la cruz y lo arrastran hacia el templo. Si cada vez hay más premios literarios es porque los buenos lectores escasean.<br />El que obtiene un premio se lo merece: o porque lo desea o por no tener el talento suficiente para mantenerse apartado. Quien ponga a discusión lo que un jurado decide es que no ha comprendido el juego y se muestra tan inocente como un cordero. En enero de 1943, Robert Walser le confesaba a su amigo Carl Seelig: “¿Sabe por qué nunca llegué a la cumbre como escritor? Se lo diré: porque tenía muy poco instinto social”. Ya en ese entonces elevarse a las “cumbres” de la literatura suponía poseer habilidades sociales, ser cortesano e impúdico, sí, pero en este breve juicio sumario esas cuestiones no nos interesan. La mecánica por medio de la que los hombres hacen alianzas para obtener más poder mueven al bostezo, son fastidiosas, bestiales y carecen de misterio. En política, escribió en un ensayo Norberto Bobbio, la templanza se encuentra ausente y aún más la sencillez que es condición del ser virtuoso y moderado.<br /><br />Me gustaría saber por qué un escritor propone su obra para una competición olímpica, como si se tratara de conducir un caballo en un hipódromo. Lo hace por dinero, se me dirá, pero aunque esto es cierto, es en realidad secundario (habrá unas pocas y geniales excepciones), el dinero es sólo una motivación más. Lo que se busca con el reconocimiento es poner unos cuantos obstáculos a la muerte para llamar su atención: provocarla y enviarle arrogantes señales de eternidad. Casi todos los escritores desean los premios porque su escritura no es suficiente para dotarlos de fortaleza. Y para quien desprecia con tanto ardor la literatura recibir un premio es un alivio y una oportunidad de olvidarse del asunto.<br /><br />No es verdad que existan premios más prestigiosos que otros, la diferencia la hacen las equivocaciones. Los jueces casi nunca se equivocan, lo hacen sólo cuando eligen a un autor que no desea ser reconocido. Han excedido sus atribuciones y han vuelto su juego un pasatiempo un tanto macabro: terminar con la escasa vida que aún sobrevive en los medios literarios actuales. No lo he olvidado, también tenemos la cuestión del ritual, la ceremonia, la necesidad de inventar un aura sagrada para nuestro oficio y mostrarle a otros obreros (zapateros, cineastas, analistas y contadores) que lo que hacemos es importante y bien vale una fiesta, una celebración ruidosa que acapare la atención de los vecinos y justifique nuestra presencia en el mundo. De nuevo Bobbio. “El moderado no tiene una gran opinión de sí mismo, no porque se menosprecie, sino porque es propenso a creer más en la miseria que en la grandeza humana, y él es sólo un hombre como los demás.” La moderación y la templanza no son practicadas en nuestros tiempos, y si los artistas o escritores no lo hacen, mucho menos los políticos que suelen sumar con pericia la vanidad y la estupidez.<br /><br />Así las cosas, quien sea que obtenga un reconocimiento se lo merece, si se trata de un funcionario que ha probado suerte en las letras será aún más conveniente la condecoración porque el susodicho cumplirá estrictamente con las estrategias rituales y diplomáticas. Se encuentra bien entrenado para explorar las cumbres de la literatura, esas a las que ni siquiera mi admirado Robert Walser pudo acceder.Guillermohttp://www.blogger.com/profile/07197176382935427734noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-4146948.post-1553092968211223362009-05-25T05:15:00.000-05:002009-08-31T05:16:10.858-05:00Cero a la izquierdaEn un libro que jamás debió ser publicado, La educación del estoico, Fernando Pessoa describe someramente los límites de un mundo ético: el placer es para los perros, las quejas para las mujeres y los hombres nos quedamos con el honor y el silencio. No es honrado tomar una cita ajena para después inventar teorías que poco o nada tienen que ver con el pensamiento del autor, pero si una editorial prestigiosa lo publica después de muerto, lo mío es en realidad un pecado de adolescentes. Mal paradas han quedado en esta cita las mujeres a quienes se les trata de quejumbrosas, mientras que a los perros se les condena a envenenarse con los placeres. Los hombres sólo debemos callar pues así lo ordenan los cánones del honor. No es una broma añadir que en esta división me habría gustado ser un perro (por supuesto), aunque mesurado en sus placeres, ¿pero quién ha conocido a un perro mesurado a la hora de roer los huesos?<br />Si los hombres se quejan pierden su honor, muestran sus sentimientos y sus debilidades: se hacen vulnerables. Y me pregunto ¿cómo es que pueden vivir los hombres silenciosos en una comunidad donde la justicia está ausente? Me imagino que matándose entre sí (en silencio, por supuesto) o soportando humillaciones, denuestos y patadas en el trasero. Una sociedad estoica o masoquista como la nuestra no va por buen camino. Los hombres deberían de aprender de las mujeres y no cuidar un honor que en realidad es miedo, escepticismo, desesperanza y sobre todo resignación. En general las mujeres educadas poseen mucho más sentido de la justicia porque a su ser creador añaden el conocimiento de su circunstancia cultural y civil. Si no se aprende de ellas entonces los libros se vuelven un tanto superficiales.<br /><br />El silencio es buen camino para el individuo que ha tomado la decisión de apartarse, construir en la periferia y esperar una vida menos funesta después de la muerte. Un individuo puede practicar el estoicismo, pero una comunidad estoica es ridícula, al menos en nuestros tiempos. En mi condición de cero a la izquierda me he enterado de varios desastres que no hacen más que hundirme en el desasosiego, uno de ellos es la expulsión del escritor Leonardo da Jandra y su mujer de la casa en la que vivió durante décadas en Cacaluta, Oaxaca y la decisión de destruir la mitad de una reserva ecológica para hacer un campo de golf, además de hoteles donde se solazarán los ceros a la derecha. No entraré en detalles acerca de este deporte practicado ampliamente en el país. Lo que despierta mi curiosidad es que se siga poniendo atención y dinero a los partidos políticos. Después de la tortura proselitista a la que se ha sometido a las personas durante meses, no me cabe duda de que las han puesto aún más en contra de la política. Una pregunta por demás sencilla para hacerse a estas organizaciones en decadencia es la siguiente: si las cosas van tan mal ¿por qué no se unen en torno a soluciones comunes y proponen candidatos únicos que reciban la aprobación de una sociedad en emergencia social y económica? Si responden que no lo hacen porque poseen ideologías distintas estarán diciendo lo correcto: cada quien cuida sus propios intereses.<br /><br />En nuestra sociedad estoica (impasible ante las desgracias) hay quien sostiene que los ceros a la izquierda no podemos entendernos sin la mediación de partidos aun cuando estos mismos han sido incapaces de responder la siguiente pregunta: ¿si la democracia consiste en que los más pobres gobiernen —por ser más en número— por qué estos nunca progresan? Esperamos ya una cascada de razonamientos que formarán una densa capa de humo para esconder los hechos. En lo que concierne a mí y a varios ceros más (quiero decir menos) creemos que las instituciones se sostienen en principios de convivencia no en los intereses de unos cuantos. ¿Acaso no se percatan del odio y malestar que despiertan? Sí, pero no les importa, con unos pocos votos se mantendrán en su sitio.<br /><br />En el libro de Pessoa que me he propuesto saquear para escribir este artículo, leo las siguientes líneas: “No hay acción por pequeña que sea que no hiera a otra alma o que no ofenda a nadie.” Es esta la razón por la que ciertos ceros a la izquierda se mantienen en silencio, aunque eso siempre se podrá remediar.Guillermohttp://www.blogger.com/profile/07197176382935427734noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4146948.post-4314547907475529042009-05-18T05:16:00.000-05:002009-08-31T05:16:46.878-05:00La Filosofía, mendicanteCuando más se necesita, la Filosofía parece no importarle a nadie. Cuando más evidente es el estado de pesadumbre moral de la sociedad, se pide a los filósofos que se marchen. Ingrata paradoja: se quiere reflexionar y pensar profundamente acerca de los problemas civiles que afectan a los hombres contemporáneos, y lo que hacemos es desterrar a los pensadores. A menudo me encuentro casos en los que se desprecia a la Filosofía con argumentos que los filósofos mismos usaron hace cientos de años. Hoy mismo en México se titubea para incluirla como fundamento de la educación en los bachilleratos. Hojeando un libro me he encontrado de pronto con una afirmación que comparto: “La Filosofía se asemeja al espacio y al tiempo: es difícil imaginarle un fin”. Los ataques contra esta disciplina suelen venir de dos frentes: el primero lo abren los mismos filósofos cuando reflexionan o dudan acerca de la función de su propia actividad; el segundo proviene de quienes creen que no sirve para nada o que no necesita enseñarse en las escuelas. La diferencia entre ambas desconfianzas es enorme: los filósofos dudan como un método para ampliar el conocimiento, en cambio los que desean enviarla al exilio la ven como un obstáculo a sus intereses.<br />Si un gobierno concibe la educación sólo como un medio para alentar la producción de bienes materiales y preparar a las personas para adaptarse a un mercado global, encontrará resistencia en los ámbitos en donde la filosofía se respeta. Y esa resistencia no es nada más un ponerse en contra del progreso material, sino concebir el progreso de una manera distinta. El examen de uno mismo, el cultivo de las diferencias, la capacidad de dudar, la reflexión acerca de los principios que fundan la convivencia, son más necesarios en estos días que nunca. La dispersión ha oscurecido la presencia de guías en el conocimiento. Estos guías no lo son en el sentido religioso, sino en uno bastante práctico: nos enseñan a caminar pero no nos imponen una dirección precisa. Abrir horizontes como hacen los filósofos no es lo mismo que empujar a una persona a seguir un camino sin su consentimiento. Nuevamente: no hay nada más práctico que una buena teoría.<br /><br />Cuando la ciencia progresa es porque se comporta como filosofía y lo mismo sucede en todos los aspectos de la vida humana. En un mundo donde se valora tanto el saber de los expertos, se extraña en verdad a quienes pueden mirar más allá de su propia celda: ¿quiénes van a unir todos estos conocimientos dispersos para devolvernos la estatura humana si no son los filósofos? Si hacemos a un lado a quienes están más preparados para darle un sentido humanista al conocimiento, ¿qué clase de sociedad esperamos que sea la nuestra? Siento pena que en México no se les defienda como merecen. Han tenido que ser ellos mismo, a través de asociaciones como el Observatorio Filosófico, quienes se han enfrentado a la SEP para que en el bachillerato no se disuelva a la Filosofía en el campo de las Ciencias Sociales o se le arrincone como una actividad en desuso. El razonamiento, por supuesto no explícito, para imponer estas reformas en las escuelas de Enseñanza Media Superior, es que como la Filosofía sirve para todo entonces no sirve para nada.<br /><br />En consecuencia no tiene caso refrendarla como una ciencia básica del conocimiento.<br /><br />Dejemos que sean los mismos filósofos quienes pongan en duda los fundamentos de su actividad, así lo han hecho Wittgenstein, Quine, Derrida, Carnap y Davidson y han enriquecido con sus reflexiones el conocimiento humano. En cambio, las dudas que provienen desde el interés empresarial o de mercado son parciales y cultivan una sola idea del bien. A contracorriente de la pobreza, la mala educación, la confusión respecto a los valores humanos, las dudas sobre la vocación y otras plagas, ciertos jóvenes no esperan que se les resuelvan las dudas o se les indique un camino; al contrario, intentan construirse una vida en sociedad. Y la Filosofía al estimular la reflexión y mostrar lo que hombres de otras épocas han pensado, posee una función mucho más práctica de lo que un mercader puede imaginarse.Guillermohttp://www.blogger.com/profile/07197176382935427734noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4146948.post-26626642665433089372009-05-11T05:16:00.000-05:002009-08-31T05:17:17.242-05:00DesaparecerEscribió Cioran que no debemos molestar nunca a los amigos ni siquiera a la hora de nuestro entierro. Según yo no se trata sólo de una frase vacía, sino de un principio de vida hoy en día que la mesura y la discreción no son consideradas virtudes.<br />Ninguna época contó con tantos sobrenombres como la nuestra (nos sabemos modernos y nuestra vanidad histórica estimula las más copiosas verborreas).<br /><br />Aun así me gustaría agregar una sentencia más a la confusión: se viven tiempos de absoluta impudicia. La ausencia de pudor es el rasgo común por antonomasia, nadie se limita en sus opiniones, somos blanco de los mensajes más aberrantes y de la publicidad más nociva, morimos de nuestros remedios y no de nuestras enfermedades (Cioran de nuevo), incumplimos el deber moral más importante, desaparecer, hacernos invisibles, no molestar.<br /><br />Con el ánimo de no ahogarme en abstracciones, les relato que a fines de los años ochenta tuve una novia hermosa y simpática (acepto que no la merecía) con quien estuve a punto de casarme. Lo sé, casarse es una de las peores tonterías que un ser razonable puede hacer, pero en ese entonces hasta los gatos se acostaban con los ratones. A esta novia le hice el piropo más elegante y propio que se me ha ocurrido en la vida. Le dije: “me gustaría que desaparecieras, antes de que comience la caída”. Fue un momento sumamente romántico, estaba enamorado, la deseaba sin poner límites a mi deseo y no me imaginaba una vida sin la presencia de sus bellos ojos azules. Sin embargo, ratifiqué mi demanda: “si me quieres, desaparece”. Es probable que mi actitud se debiera a la precaución y al decoro, además de que me estaba cuidando de una futura decepción y de vivir por siempre en una posición vulnerable.<br /><br />Acaso mi analogía resulte exagerada, pero quisiera creer que la experiencia que acabo de relatar tiene que ver con la amarga búsqueda de la buena convivencia. El exceso de presencia acaba con las mejores relaciones amorosas y estas contemplan también las relaciones que hacemos con la ciudad y los ciudadanos. En vista de que nadie es poseedor de la verdad lo consecuente es hacerse a un lado, cumplir con las normas, no molestar a nuestros vecinos, ser corteses y en suma: desaparecer (esto dicho del modo más romántico posible). ¿En qué terminó la historia con mi antigua novia? Tomó mis palabras como la propuesta más idiota que hubiera escuchado en su vida y contra lo esperado se mudó a vivir a mi casa, estableció una conveniente relación con mi madre, sedujo a mi padre con sus encantos y puso a toda mi familia de su parte. En solo unos meses el amor se fue por una sentina y con el tiempo ella se convirtió en una de mis pesadillas más incómodas. Incluso pasó por mi cabeza la idea de hacerla desaparecer: solución ridícula puesto que no la amaba tanto como para culminar nuestra pasión de una manera tan literaria.<br /><br />Joseph de Maistre, quien sigue siendo un autor incorrecto, es decir interesante (sus palabras se niegan a desaparecer) escribió lo siguiente: “No hay un instante en que una criatura no esté siendo devorada por otra. Y sobre todas las especies animales está colocado el hombre y su mano destructora no perdona que nada viva”. Es una visión pesimista e intimida a quienes creen que los seres humanos construirán en el futuro una sociedad inteligente en vez de este pastiche de barbarie y computadoras. No obstante su descrédito, la estudiada decepción del pesimista es una especie de método de supervivencia y un estímulo para comportarse en sociedad. En vista de que nadie quiere desaparecer comportándose como un buen ciudadano, hay que mantenerse a la espera de los peores escenarios posibles. Yo, como uno de los personajes de El desencantado, la novela de Budd Schulberg, “ahora mismo me siento tan joven y lleno de vida como un pez muerto”.Guillermohttp://www.blogger.com/profile/07197176382935427734noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4146948.post-8404932639526240262009-05-04T05:17:00.000-05:002009-08-31T05:17:44.800-05:00El miedo¿Cómo se prepara uno para afrontar el miedo? No tengo una sola respuesta, pero creo que el conocimiento, la conciencia de la muerte y una buena dosis de humildad son un buen principio para no perecer de temor. Tener conciencia de la muerte es en pocas palabras aceptar que somos finitos y que apenas si poseemos un modesto poder sobre nuestras vidas. Yo siempre he tenido miedo y acaso sea este el primer sentimiento que me abordó al nacer, miedo a un mundo misterioso y hostil en muchos sentidos. Desde niño tuve miedo de la oscuridad hasta que fui consciente de que la oscuridad es precisamente la constante en la vida de los seres humanos. Si vivir no fuera un andar entre sombras no habría ciencias o filosofías iluminando el camino. En mi juventud creí que el conocimiento podría remediar casi todos los males e incluso atenuar el desasosiego causado por la muerte de las personas amadas. Fui demasiado ingenuo y no tomé en cuenta que buena parte de nuestras creencias más profundas son relativas y que la muerte se ahorra todas las palabras. Tampoco quiero exceder mi pesimismo, pues si bien el conocimiento no resuelve el misterio de vivir, es necesario para que el miedo no aumente a un grado que nos vuelva indefensos frente a quienes buscan hacernos daño. La soledad ha sido también uno de mis temores más recurrentes, pero me conforma saber que la compañía será siempre pasajera y que la soledad no es un accidente, sino la constitución misma de la experiencia humana. Quiero pensar que los miedos que me acosaron de niño me han acompañado desde entonces y no se marcharán hasta que me encuentre bien acomodado en mi tumba. Y no importa cuánto avance la ciencia porque los siglos se acumulan y las personas apenas si transforman sus manías más arraigadas (la guerra, la acumulación de bienes materiales o la esperanza de vivir aventuras). De todos mis temores, sin embargo, el más constante es el que me despiertan los extraños, las personas que no conozco o que desean entrometerse en mis asuntos sin conocerme: para mí son más nocivas que la peste. Quizás se tiene conciencia de la maldad humana desde que uno pone los pies en la tierra o acaso sea una certeza que se aprende con la experiencia, pero mientras lo sabemos es más sensato hacerse a la idea de que no conocemos casi nada respecto a los demás y que nuestros vecinos son en principio unos perfectos extraños. Lo contrario no es bueno para vivir en comunidad puesto que si alguien cree conocerme por completo me tratará como a una piedra, como a una cosa carente de toda humanidad. Justo esta sensación debieron tener los judíos durante el régimen nacional socialista o los disidentes de los países comunistas que fueron eliminados o enviados a campos de concentración. Es sencillo concluir que para conservar sus poderes ciertos gobiernos inventan a un enemigo invencible contra el que la población entera debe ponerse en alerta, el caso más reciente o notorio se dio en Estados Unidos cuando se propagó el rumor de que un país terrorista se dedicaba a la creación de armas de destrucción masiva. Fue una maniobra precisa porque esos ciudadanos norteamericanos incapaces siquiera de señalar Iraq en un mapa se llenaron de miedo y, sin razonar, aprobaron su invasión. Los miedos profundos e íntimos no se marcharán, pero en lo concerniente a las cuestiones civiles mi mayor temor es que los ciudadanos se conviertan en rehenes de su ignorancia. El hombre desplazado, impedido de tomar decisiones basadas en su derecho a la libertad es como una piedra sin raíces, una cosa de la que se puede disponer a placer. La sociedad olvida este principio y se torna histérica e impotente, presa sencilla de los poderes mediáticos y víctima del miedo común. Cuántas veces durante el siglo pasado no hemos sido testigos de que se limitan las libertades individuales de las personas a causa de su propio bien, cuando lo que se practica en verdad es su amansamiento. Yo espero cuidar de mis enfermedades y no molestar a los vecinos sin que nadie me lo ordene, es lo menos que se puede esperar de una persona que tiene miedo. Lo demás es un cuento de terror.Guillermohttp://www.blogger.com/profile/07197176382935427734noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-4146948.post-16947298232592259392009-04-27T05:17:00.000-05:002009-08-31T05:18:13.613-05:00El miedo al vacíoUno de los bienes que trae consigo escribir en un periódico, es justamente la experiencia del comienzo: volver a empezar todas las mañanas, envejecer durante las noches, dejar paso a las noticias actuales, a las nuevas opiniones. ¿Pero es esto verdad? Nada parece tan viejo como el culto a la novedad. Tenemos necesidad de creer que el cambio es bueno por sí mismo y depositamos en todas esas letras y noticias una particular esperanza: la de estar informados y creer que sabemos hacia donde camina la humanidad, el mundo. Hace un siglo, el poeta francés Charles Baudelaire se confesaba incapaz de comprender como un hombre honorable podía tomar un periódico sin estremecerse de disgusto. Un sentimiento semejante nos aborda en la actualidad, nadie que se considere un ser sensible puede quedar impávido después de repasar las atrocidades de las que dan cuenta los diarios mexicanos: el cinismo político, la corrupción moral, el asesinato impune, la ausencia de solidaridad civil y el absurdo desequilibrio económico entre personas que, supuestamente, tienen los mismos derechos sociales. Cómo no volverse un pesimista cuando todas estas calamidades continúan siendo la primera noticia en los medios de comunicación. La experiencia del comienzo, la necesidad de lo nuevo se trastorna de pronto en el peso de lo mismo, en la agobiante conciencia de que nada cambiará y de que la sociedad no avanza en ninguna dirección. Ante una situación tan drástica el paso de los días parece un espejismo. Y, sin embargo, la lectura de periódicos se antoja necesaria en una comunidad donde escasean los lectores de filosofía y de buena literatura. Si se tiene suerte podremos encontrar en ese mar de hojas de papel y tinta oscura una o dos colaboraciones que no sean efímeras y meramente superficiales. Rellenar páginas de tonterías es un ejercicio que la premura de la publicación cotidiana parece exigir, se corre de manera desbocada y ansiosa hacia la nada, la glotonería se impone, la obesidad crítica cierra caminos y los maleantes sacan el provecho más amplio de toda esta confusión.<br />Uno de los más sabios y visionarios fundadores del liberalismo, John Stuart Mill, escribía que entre las metas fundamentales de un gobierno sensato se encontraba la de promover la virtud y la inteligencia de las personas. Esta consigna encierra una verdad evidente: sin personas capaces de comprender en qué consiste el pacto social es imposible habitar la democracia. Y en esta tarea los periódicos llevan también responsabilidad: promover la inteligencia como una de las formas más eficaces de oponerse al cinismo político y a la opinión analfabeta. La oposición entre el hombre informado y el hombre reflexivo es que el primero sabe cosas sin saberlas: incapaz de asimilar la cantidad colosal de noticias que lo acosan termina agobiado y confuso: el miedo al vacío no se remedia sólo informándose sino aprendiendo a elegir entre la basura. Es por esto que en la actualidad, dos senderos se hacen más visibles que nunca: o se lee periódicos para ratificar la inmovilidad de la moral y el nada cambia o se hace para dar la pelea en el campo de la pasión pública; en otras palabras: se alimenta el humor pesimista o se intenta practicar el humanismo en un escenario incómodo, tecnológico y mediático. Muchos escritores y críticos de la cultura, desde Kierkeegaard y Camus hasta Baudrillard y Guy Debord, han tomado la primera opción: han concluido que la sociedad se contempla a sí misma en los periódicos y eso la conduce a la parálisis.<br /><br />Y un último comentario, la crisis económica que se vive actualmente y a la que tantas hojas se le dedican tiene un fundamento moral y es precisamente esto la esencia de su poder devastador. La especulación financiera, la obscena acumulación de dinero en pocas manos (uno de los peores eufemismos de los últimos tiempos hace que llamemos a los maleantes financieros “hombres de negocios”), el caudillismo de los expertos que promueven un saber separado del todo y el progreso de la tecnología paralelo al retroceso de la inteligencia civil o moral, son causa de una crisis mucho más profunda que la económica. Y en ello casi nadie repara.Guillermohttp://www.blogger.com/profile/07197176382935427734noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4146948.post-64489114514502563742007-03-24T00:12:00.000-06:002007-03-24T06:13:38.576-06:00UNA SOCIEDAD DEPRIMIDAHace varios años me invitaron a un programa de televisión para charlar acerca de una novela que recién había publicado. La conductora no sabía nada acerca de la novela ni estaba interesada en esa clase de obras. Su especialidad eran los libros de motivación personal o como se les denomina en estos tiempos de comicidad involuntaria: libros de autoayuda. El programa fue hasta cierto punto un desastre porque mi persona tenía poco en común con sus invitados pasados. Sin embargo, como afirmé entonces durante la transmisión, continúo pensando que formamos parte de una sociedad deprimida que requiere de alicientes para seguir viviendo. Los deprimidos necesitan libros donde se les indique cómo vestirse mejor o cómo hacer un buen papel en la cama. Después de entregarse a comidas indigestas tres veces al día necesitan un libro que les ofrezca consejos para bajar de peso. Después de ver televisión cinco o seis horas diarias tienen urgencia de un libro donde se les aconseje sobre cómo construir una familia sólida. En vista de que carece de imaginación el deprimido requiere que sean otros los que resuelvan sus propios problemas. De allí esa pavorosa proliferación de personas que se llaman a sí mismas expertos y que atienden a los enfermos de la sociedad deprimida. Ahora bien, estos expertos son a su vez enfermos en cuanto existen no por vocación sino para satisfacer una demanda del mercado: son una especie de medicina simbólica que crea adicciones todavía más profundas. Además de reconocer su impostura sabemos que el experto es un ignorante en los campos de conocimiento restantes: no es un investigador o un científico ni mucho menos un filósofo.<br /><br />Debido a que solemos hacer cualquier cosa para evitar pensar es necesario tener a la mano un mecanismo que realice las funciones del pensamiento. Este mecanismo no es otra cosa que un mercado seductor que nos propone saberlo todo sin saber nada a fondo (internet, periódicos, revistas, medios electrónicos). Se dice hasta por los codos que la información es poder, pero no se dice que de nada sirve esta información si no puede ser ordenada, comprendida o asimilada en función de valores o estructuras más sólidas. Cuando le preguntas a una persona por qué razón no lee, te dice que no tiene tiempo. No tiene tiempo porque está ocupada en hacer todas las cosas a medias, en vivir sin calidad. El mundo va demasiado aprisa como para detenerse en la lectura, pero es precisamente este detenerse a pensar lo que hace diferentes entre sí a los hombres. Los libros piden lectores, como escribió Michel Houllebecq, pero estos lectores no deben ser sólo consumidores, sino sujetos con vida propia dispuestos a esforzarse por comprender. Esta carencia de lectores o de ciudadanos capaces de pensar por sí mismos nos lleva a una sociedad deprimida y fundamentalista donde tanto los gobernantes como los medios de comunicación electrónica tienen la posibilidad de engañar con suma facilidad a los ciudadanos: el caso de Bush es más que elocuente. Qué sentido tienen las democracias actuales si están formadas por hombres menospreciados, deprimidos, incapaces de establecer diferencias entre las toneladas de información que los medios de comunicación lanzan a sus rostros. Casi nadie lee a Steiner, Trías, Gadamer, Feyerabend, Morin, Sloterdijk, Racionero, Kertész, Juliana González, ni tampoco a novelistas cuyas obras poseen un enorme valor humano.<br /><br />No es extraño que esta sociedad deprimida dedique su tiempo a los videos donde aparecen políticos recibiendo dinero o frente a una televisión que con pocas excepciones es lastimosa: no es de extrañar tampoco que consuman –no lean– libros que aun cuando se vendan como aspirinas para la depresión son sin duda una de sus principales causas.Guillermohttp://www.blogger.com/profile/07197176382935427734noreply@blogger.com119tag:blogger.com,1999:blog-4146948.post-66215449912398541862007-02-11T07:49:00.001-06:002007-02-11T07:48:32.512-06:00¿HAS ESTADO FRENTE A UN ESCRITOR?La mañana del sábado siete de enero me levanté maldiciendo al mundo. Eso es lo que hago todas las mañanas, maldecir al mundo por abrir los ojos y encontrarme de nuevo conmigo mismo. Qué bueno que no tengo un perro porque le patearía el culo todas las mañanas. Pero tengo una mujer. Así que para evitar violencias absurdas me visto en silencio, me calzo los zapatos y salgo a la calle. ¿Qué día es hoy?, me pregunto, es justo la mañana del siete de enero. Pienso en la noche anterior, en los amigos que me acompañaron en la juerga estúpida. Aún tengo cocaína en los bolsillos, un gramo que a estas horas de la mañana me parece una tonelada. ¿Por qué carajos no lo consumí todo anoche? Ahora tengo que comenzar de nuevo.<br /><br />Camino por avenida Revolución buscando la única cantina que está abierta. Entro. Pido una cerveza tan fría como la vagina de un tiranosaurio, o el culo de un miserable, o los pies de todas las mujeres muertas. El mesero no me ve a los ojos, pero sabe que estoy tratando de recuperar el juicio. Intento recordar lo que sucedió anoche, reunir los pedazos, ver entre la niebla química los rostros que me acompañaron, pero me es imposible reconocerlos; varias noches se despeñan dentro de mi cabeza confundiéndose entre sí, haciéndome sentir un minusválido. Después de todo no es tan malo, ¿para qué quiero recuperar una mente que siempre ha estado a la deriva? Formo una línea sobre la mesa, nadie me ve, el cantinero me da la espalda, el mesero armado de una escoba desvencijada empuja una mancha de agua hacia la calle. Un línea para que la memoria transforme su cuerpo de elefante en la silueta de una bailarina. Nada. La cabeza es una mina que estallará sin que nadie la detone. Mi nariz sangra en sentido contrario porque percibo un líquido tibio recorriendo mi garganta, escapando hacia el estómago: ¡Tengo un estómago! Ahora lo recuerdo: estuve en una recámara con varias personas, mujeres casi todas. También había un perro blanco que nos miraba con una extraña simpatía. Llamamos a un díler que tocó a la puerta justo a las dos de la mañana. Compramos dos gramos. El díler se fue a un rincón donde se acomodó a sus anchas. En seguida sus ronquidos colmaron la recámara. Alguien le puso encima una cobija. Lo despertamos para que volviera a pertrecharnos. Lo hizo y de inmediato volvió a sumirse en sus sueños indeseables. Comenzaba a amanecer, pero las cortinas estaban de nuestra parte. Hurgamos en nuestros bolsillos. Reunimos ochenta pesos con cincuenta centavos. Cuando nuestro huésped se dio cuenta de que no teníamos más dinero se levantó, nos tendió la mano, miró las paredes tratando de valuar los cuadros y se marchó. No encontró una sola pintura que valiera lo que un gramo. ¿Entonces qué hago ahora yo con un papel en la bolsa? Los recuerdos han vuelto a cambiar los platos de la mesa. Busco un celular, lo he perdido, como siempre en las madrugadas cuando uno quiere tirar todo a la basura, aligerarse, correr detrás de todas las mujeres que, como si nada, esbozan sus sonrisas insensatas. Abandono mi mesa para ir en busca de un teléfono. Llamo a Amanda.<br /><br />¿Qué sucedió anoche?<br /><br />-Te largaste sin avisar, como siempre.<br />-¿Dónde estuvimos?<br />-En mi casa.<br />-No recuerdo demasiado. Dime si me comporté como una persona decente.<br />-Por favor, Guillermo, ve a contarle tus penas a un sacerdote. <br />-¿Qué haces?<br />-Nada, seguimos en la fiesta. Te esperamos.<br />-¿Siguen allí?<br />-No importa que la gente sea viciosa, mientras sea inteligente.<br />-No te justifiques conmigo, no soy sacerdote y tu padre está muerto.<br /><br />Vuelvo a mi mesa, la cerveza no está, el mesero me dice pensamos que te habías ido, no tenían muchas esperanzas de que les pagara, le extiendo un billete de doscientos pesos que he obtenido de un cajero automático, esto para que no piensen que soy un desgraciado, y si lo piensan que disimulen, malditos hijos de puta. Ahora tengo un dilema, quedarme toda la tarde en la cantina o compartir la cocaína con mis amigos. Continuar hasta el otro día o hacer de mis narices una mina de sal, escuchar confesiones estúpidas o quedarme solo a esperar que el tiempo decida por sí mismo. Puedo llamar a una de mis amigas. ¿Para qué? Todas las perras tienen su vida privada y yo no soy más que su cocaína. Ahora no pueden consumirme porque están chupando el pito de sus pequeños hombres. Nadie quiere consumirme a las dos de la tarde. Mi mujer está en sus clases de baile. Odia mi olor a noche perdida, mi aspecto de borracho estúpido. Tengo que ahorrarle mi presencia, único obsequio que puedo ofrecer a las personas que quiero. El mesero balbucea una frase que no entiendo, ¿qué quiere? El vicioso quiere una linea, lo que sea mi voluntad, sólo si me sobra un poco, por supuesto, ve a buscarla al baño en un minuto, me levanto, ahora soy el mesías que la clase trabajadora esperaba, vuelvo, el mesero sonríe, ahora es mi cómplice. Mi cuerpo es un costal de piedras, la cocaína sirve para echar unas cuantas piedras fuera, pero no es suficiente, necesito contarle al mesero que soy escritor, que me publicarán pronto dos nuevas novelas, que mi revista continúa flotando sobre el pantano, que vendo mis artículos al mejor postor, que mis amigos se han ido casi todos al carajo, que me vale madres la patria, que mi mejor amigo es el que me invita la siguiente línea, pero el efecto ha pasado y prefiero mantenerme en silencio, como debe hacerlo cualquiera que respete los sábados sombríos. ¿Dónde habrá quedado la anforita de plata que me trajo Yoshua de Los Ángeles? La he perdido, como todo, como los libros, el dinero, los discos, mis lentes oscuros, el auto, me deprimo, pero con una línea basta para comenzar una conversación con el mesero. Quiere otra línea, hijo de puta, pero antes me tendrás que escuchar: ¿Alguna vez has tenido frente a ti a un escritor?Guillermohttp://www.blogger.com/profile/07197176382935427734noreply@blogger.com37tag:blogger.com,1999:blog-4146948.post-1157184751266468542006-09-02T03:11:00.000-05:002007-02-11T07:43:10.679-06:00Educar a los toposSentado en una de las cabeceras de la mesa, sin pronunciar palabra, fingía concentrarme en las migajas esparcidas sobre el fondo del plato. Esperaba, de un momento a otro, la orden de marcharme a la cama porque no era correcto, según rezaban nuestras odiosas costumbres, escuchar las conversaciones de los adultos, sobre todo una vez entrada la noche, ¿las diez?, hora en que ellos se relajaban y tiraban al agua las piedras acumuladas durante el día para tratar asuntos que los menores de edad no podrían comprender. Como si en verdad existiera algo no apropiado para los niños. ¿Acaso no somos la concreción de un chorro de leche que lanza un pene enloquecido? Como si nuestra sangre no contuviera desde un principio todos los vicios de los padres y sus ancestros. En un momento de silencio mi padre, sereno, como si tratara un asunto de relativa importancia, comunicó a todos en la mesa que había decidido inscribirme en una escuela militarizada. La primera reacción fue de asombro. Nadie había siquiera pensado en la posibilidad de que se me confinara en una escuela de esa clase. Podría tratarse de una estrategia de corrección, pero el anuncio impuesto de manera tan solemne tenía más cara de ocurrencia nocturna que de otra cosa. No, las bromas estaban descartadas en un hombre que no practicaba la risa delante de su familia. ¿Entonces? Después del anuncio comenzó una larga discusión que despertó lágrimas en mi abuela, una mujer de sangre endemoniada, pero noble en sus actos. De ninguna manera consentiría que su primer nieto, con sus escasos once años de edad, se transformara en un soldado: ¡Un soldado! Además de sospechar que su esposo, mi abuelo, Patrocinio Juárez, había sido asesinado por un grupo de militares en Durango cuando su carrera política comenzaba a ascender, no solaparía que su nieto fuera educado con una disciplina tan ingrata como absurda. Si los soldados son como las garrapatas, como los hongos, están allí desde el principio de la humanidad, ¿cuál es su mérito? Me sorprendió ver llorar a una mujer de su carácter, pero lo que más me intrigaba era el hecho de que lo hiciera por mi causa. Si me ponía a hacer cuentas aquella era la primera vez que mi abuela soltaba unas cuantas lágrimas en mi honor. Había que celebrarlo. -Sólo a los delincuentes se les inscribe en escuelas de soldados -dijo. Aún conservaba su acento norteño, pero su cabello después de tantos tintes había perdido su color original. Sobre la mesa, como la crátera alrededor de la que todos nos reuníamos, estaba una charola con piezas de pan dulce que mi abuela compraba por las mañanas en la panadería San Simón: cuernos, orejas, corbatas, panqués. Acostumbraba guardar este pan dentro de una cacerola de peltre para que no se pusiera duro. Efectivamente, el pan no se endurecía pero se ablandaba tanto que daba asco comerlo en el desayuno. La cacerola con pan, el recipiente de los búlgaros donde se agriaba la leche, la damajuana de barro para almacenar agua, eran todos elementos de la naturaleza muerta que mi abuela confeccionaba pacientemente en su comedor. -No es una escuela de soldados -replicaba mi padre-, son cadetes, estudiantes como otros cualquiera. Creo que ha llegado el momento de que mi hijo se entere de que no ha nacido en un paraíso. -Para saber que la vida no es un paraíso no hay que encerrarse en un corral de puercos-. La recuerdo bien. Llevaba puesto un abrigo de colores con un cuello afelpado, imitación de piel. A sus pies una gata blanca: “Nieves” la llamaba. Y “Puta Nieves” cuando se ponía en celo. Y “Maldita Puta Nieves” cuando orinaba en el linóleum. -Jóvenes cadetes-. A mi padre le molestó que se les llamara puercos a mis futuros compañeros. -Pequeños marranos -acentuó la abuela. Y punto. Mi madre, a contra corriente de su paciencia habitual, amenazó con levantarse de la mesa si volvía a escuchar cualquier palabra relacionada con una escuela militar: -No toleraremos que cometas una tontería así con este niño. Hablaba en plural, haciendo suyas las palabras de su suegra, elevando la voz a tonos increíbles. Su hijo mayor, en quien ella encontraba una sensibilidad fuera de lo común, no tenía por qué ser condenado a vivir en un colegio militar. Era demasiado pronto para echarme a perder. -¿Tú qué vas a saber? Ocúpate de tener a los niños limpios: yo me haré cargo de su educación. -No estamos en Alemania ni en guerra para que deba ir a un internado militar. Para mi madre, todas las guerras se relacionaban con la Alemania nazi. Su hijo sería un artista, un pintor, no un soldado alemán que debe pedir permiso hasta cuando quiere ir al baño. Fue entonces que salté de mi asiento. Si bien mi madre había prohibido mencionar la palabra militar en la mesa había sido ella, me imagino que llevada por su desesperación y la ausencia de talento político quien puso sobre la mesa una palabra que me caló en los huesos: internado. La alusión a una escuela militarizada no me causó mayores sobresaltos porque semanas antes mi padre, calculador, me había comunicado que una de las opciones para continuar mis estudios en la secundaria era convirtiéndome en cadete. ¿En qué consistía ser cadete? No lo sabía con exactitud, pero tampoco me importaba gran cosa. A los once años habría aceptado ir al rastro sin hacer preguntas. Mi padre había preparado bien el camino anticipándose a la belicosa reacción de las mujeres, pero lo que jamás me dijo fue que estaría internado, desterrado como un maleante. -Un momento -se defendió él, acorralado por las críticas-, no he hablado de internar al niño. Estará medio interno, solamente. Puede volver a su casa para dormir. Y si la escuela no estuviera tan lejos podría comer aquí todos los días. ¿Eso les parece trágico? ¿Dónde está el drama? Además, no es una escuela militar, sino un colegio con disciplina militar; una escuela como existen tantas, sólo que aquí no le permitirán comportarse como animal. Ustedes estarán satisfechas cuando termine en la cárcel: quieren un héroe, un estudiante en huelga. -Los estudiantes no tienen nada que ver aquí -arremetió mi abuela. Yo había reunido las migajas, las había triturado para formar sobre el plato un ojo que me miraba burlón. -Claro que tienen que ver. Para ser un rebelde lo primero que uno debe saber es contra qué se rebela. Un estudiante no incendia o destruye el instrumento con el que se gana la vida un obrero -dijo mi padre. Aludía a que durante septiembre del año sesenta y ocho, un grupo de estudiantes universitarios había prendido fuego a varios trolebuses para protestar por las represiones policiacas. Entre los vehículos quemados estaba el que conducía mi padre desde Ciudad Universitaria hasta el Palacio de los Deportes. Existe una fotografía donde se le puede ver a un lado de los restos calcinados de su trolebús. Es para romperle el alma a cualquiera. -Pero no tenían qué matarlos -masculló la abuela. -Claro que no. Yo lo único que sostengo es que su rebeldía era contradictoria. Defendían a los obreros y buscaban su respaldo, pero entre tanto destruían sus fuentes de trabajo. ¿Qué te parece? -No estamos hablando de eso. -Es justamente el tema. Quiero proteger a mi hijo de esas contradicciones desde ahora. Y una razón de peso para inscribirlo en una escuela militar es que está demasiado cerca de su madre, de ustedes. Me lo van a volver marica. Es un niño, no su maldita dama de compañía-. ¿De dónde sacaba mi padre esa clase de frases? Estrictamente hablando nadie en la familia había tenido contacto con una dama de compañía. Las mujeres de mi casa no eran duchas a la hora de enfrentar los argumentos paternos. No obstante, cuando sospechaban que se estaba cometiendo una injusticia, reaccionaban sin necesidad de argucias retóricas: primero la pasión, el miedo, la sospecha de un atentado, y después las palabras. Lo primero, lo imprescindible era repeler los ataques; ya más tarde vendrían las aburridas negociaciones. La noticia de mi reclusión en una academia militarizada llegó de manera sorpresiva cuando sólo faltaban unos días para que comenzaran las inscripciones a la secundaria. No había tiempo para preparar una contraofensiva decorosa; tampoco para una digna resignación. Mi padre sabía cómo usar las palabras. No sé en qué consistía exactamente su talento, pero podía anunciarte tu muerte de tal manera que pareciera un acto sin importancia. O, por el contrario: hacía que un acontecimiento sin relevancia alguna pasara como el más grande suceso de nuestras vidas. Su poder no provenía de sus bíceps popeyescos, ni de sus ojos de toro enfurecido, sino de sus palabras. ¿Cómo oponerse a ellas? Él hablaba desde una tribuna vitalicia a la que no llegaban las objeciones del pueblo. Y yo era el pueblo. Y mi madre era también el pueblo. -Es mi derecho decidir sobre su educación, el mínimo derecho que se le concede a un padre -el supremo juez aludiendo al derecho, nada menos-. Si estuviera en sus manos lo tendrían en la cocina cortando cebollas. -Allá es donde van a ponerlo a cortar cebollas. Los militares son todos unos criados -dijo mi abuela. Ella sabía, por experiencia, que la decisión estaba tomada y que ni el llanto de todas las vírgenes podría poner la balanza de su lado. -Estos criados dominan decenas de países en el mundo y todo el mundo los respeta. -Tienes razón, pero eso los vuelve todavía más siniestros. Criados armados, no puedo imaginarme un mundo peor. Una semana antes del anuncio oficial, mi padre echó mano de su mejor retórica para convencerme de que la escuela militarizada nos revelaría una mina de hermosas actividades: los cadetes viajaban varias veces al año con destino a países lejanos; los cadetes hacían deporte en instalaciones de primera categoría, como albercas profundas o gimnasios de duelas relucientes; los cadetes eran admirados por las mujeres que no podían evitar mirarlos cuando pasaban a su lado; los cadetes, expertos en balística y artes marciales eran, en consecuencia, respetados por todos los jóvenes de su edad que veían en ellos a hombres superiores. Se trataba sólo de un montón de engaños porque, como comprobaría más tarde, los cadetes de esa escuela, a excepción de una vez al año que salían a hacer prácticas militares a Toluca, no viajaban jamás; ni tampoco practicaban deporte en bellas instalaciones de duela y mosaicos azules; ni eran respetados por otros jóvenes que, por el contrario, se divertían gritándoles majaderías en la calle; y mucho menos eran admirados por las mujeres que en ese entonces comenzaban a enamorarse de los hombres con cabello largo. Las mujeres despreciaban ejércitos enteros de gladiadores y hombres superiores con tal de meterse a la cama con un cantante de pelos largos: amaban las cabelleras por sobre todas las cosas, por encima incluso de los caramelos. Nunca imaginé cuánto podía ser admirado mi cabello por las adolescentes hasta que lo contemplé cercenado y esparcido como aserrín en el piso de una peluquería: el cráneo rapado estaba en el aparador, el casquete corto a cepillo, peor que ser castrado, y el cráneo topológico. Y no conforme con mentirme, mi padre me pidió discreción, es decir silencio absoluto, porque nuestros planes podían venirse abajo a causa de la intransigencia de su mujer: “Sabes bien cómo es tu madre”. Habría de escuchar durante décadas esta frase, como si con sólo pronunciarla mi padre despertara en mí una complicidad que nos pondría a salvo de la atribulada naturaleza femenina. Los lobos reconocemos nuestros aullidos a cientos de metros de distancia, los escuchamos abrirse paso en la espesura. Los lobos sabemos que las mujeres poseen ciertas obligaciones que cumplir, las han tenido durante siglos, y una de ellas es permitir a los hombres educar a los hombres, enfrentarse, moldearse entre sí como dos golpes secos: el tiempo transcurre, pero los animales rugen, conquistan, desgarran la carne, y ojalá fuera de otra manera, pero así son y serán las cosas.Guillermohttp://www.blogger.com/profile/07197176382935427734noreply@blogger.com35tag:blogger.com,1999:blog-4146948.post-1147982954493416272006-05-18T15:08:00.000-05:002006-05-18T15:16:59.040-05:00www.moho.ws<a href="http://www.moho.ws">Nuevo sitio de Moho</a>Guillermohttp://www.blogger.com/profile/07197176382935427734noreply@blogger.com14tag:blogger.com,1999:blog-4146948.post-1138561160194672952006-01-29T12:58:00.000-06:002006-01-29T12:59:20.206-06:00El demonio en la paredMi relación con los médicos no ha prosperado jamás, ni creo que mejore en los próximos años. Todavía no he padecido una enfermedad que no haya logrado superar con un poco de coraje y una botella de licor. Suena primitivo, lo sé, pero no me avergüenza. ¿Cómo he podido oponer mi bárbara aversión a una ciencia que ha progresado con denuedo semejante? No importa si la medicina es incapaz de curar el cáncer o la eyaculación precoz de los mexicanos (ésta última ya una cuestión de salud pública), de todos modos casi nadie pone en duda sus importantes avances (financieros, por supuesto): en la actualidad el médico se parece más a un corredor de bolsa que a un misionero samaritano. <br />No sé si prefiero ponerme en manos de los médicos o lanzarme a los brazos de la muerte. Lo segundo es mucho más digno, pero no vive uno para presumirlo. Cuando escucho decir a las personas que tienen una cita con el médico experimento una extraña sensación de tristeza. ¿De modo que estos seres tienen intenciones de continuar viviendo entre nosotros? Cuánto me gustaría disuadirlos de sus propósitos, pero es imposible porque tomarían mis palabras por los argumentos de un loco. Nadie conserva en estos días el carácter suficiente para vivir tan sólo unos cuantos años. Como si se necesitaran más de treinta para darse cuenta de que aún doscientos años de vida nos serían insuficientes. Y por si fuera poco son los más feos, los seres más desagradables quienes acuden puntualmente a su cita con el médico. Con un mes de anticipación la menos agraciada de mis tías hace cita con su médico de cabecera, pues sospecha que durante el transcurso de ese mes acumulará suficientes males para justificar la consulta. <br />Pocas personas consiguen establecer una amistad decorosa con sus enfermedades. La mayoría prefiere la guerra. En cuanto una enfermedad asoma la cara, el enfermo corre como una liebre al médico. Todos tenemos miedo de nuestro cuerpo y necesitamos silenciarlo: es uno de nuestros peores enemigos. Así las cosas, ni siquiera dudamos en aceptar cuando un médico toma la decisión de abrirnos en dos como a una rana. Aceptamos gustosos el diagnóstico y nos tiramos panza arriba sobre el quirófano. No me extrañaría que un estudio minucioso de estas cuestiones nos revelara que la mayor parte de las operaciones son innecesarias, motivadas por afanes de lucro, impaciencia, ausencia de alternativas, sospechas infundadas, pero sobre todo a causa de la morbosa pasión de los médicos por entrometerse en nuestros cuerpos: espías adictos que no conocen más que una sola ruta. Espías, enemigos que desean progresar a nuestras costillas. No me parece errado el escritor Peter Sloterdijk cuando dice que el médico pinta con una mano el demonio en la pared y con la otra nos opera. En definitiva, prefiero una botella de licor para llevarme a la tumba que morirme en medio de una cirugía.Guillermohttp://www.blogger.com/profile/07197176382935427734noreply@blogger.com38